EL DIABLO Y SU CHUSMA
- historiasamalgama
- 24 jul 2019
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Aquí se cuenta la masacre de Tacueyó 1985

Uno de los capítulos más oscuros del conflicto armado en nuestro país se escribió en Tacueyó, municipio de Toribío al norte del Cauca. En 1985, la tierra de estas montañas se tiñe de rojo, se empapa de muerte, se vuelve una fosa común. Según algunos reportes, fueron 164 los guerrilleros acribillados y enterrados en las montañas de Tacueyó.
Son los días en que al mismísimo Diablo le dio por caminar en estas montañas, en hacer de estas tierras su propio infierno.
Espíritu burlón, oh, oh, oh No me quieres dejar tranquilito vivir
Tú me quieres matar
Que tú me quieres hacer sufrir…
Espíritu Burlón, tú no puedes conmigo. Daniel Santos & Tito Cortés
Por: Daniel Egas
Fotografía: Luigy Julicué
Más sabe el diablo por viejo que por diablo. A Eliodoro se le llevaron el gato, se lo robaron. “¡Ah, hijos de su madre! No más que me entere quiénes fueron pa’ que se los lleve el mismito que los trajo”. Se fue, maldiciendo al bajamanero, apretando los puños como queriendo despescuezar una gallina. Y siguió en esas mientras buscaba al hermano, que según decía era brujo y sabía de ciertos asuntos, rezongando entre dientes, imaginándose qué le haría al valiente que lo robó cuando lo tuviera enfrente. Y así fue, cada vez más lleno de saña, hasta que encontró al pariente de los modos de vidente.
–¿Quién me robó el gato, Rufino? Dime, yo sé que tú tienes tus mañas y te puedes enterar de esas cosas, anda, dime.
–¿Y qué sacas con saber quién se lo robó?
–Pues cobrárselas al condenado ese.
–Estate tranquilo, Eliodoro, tu gato aparece en unos ocho días. Solo que ha de tener amoríos con alguna gata por allá, pero él vuelve.
Eliodoro soltó a reírse.
–Sí serás menso, Rufino. Sí, me robaron el gato… pero el gato del carro.
Desde ese día Eliodoro no cree en brujos, ni en brujas, mucho menos en su hermano y sus embelecos. Pero si en algo cree, si en algo tiene certeza de existencia es en el diablo. A ese tuvo que encontrárselo de frente. Un día, por allá en el año 72, lo vio por vez primera y se lo siguió encontrando en otros tiempos, en otras formas, en otras maldades.
Para entonces era un niño que a trancas y barrancas apenas comenzaba a entender el mundo en el que le había tocado nacer ocho años atrás. Se le notaba en los ojos. Tenía un cierto halo de luz que le aclaraba el café oscuro del iris cual ocelo de alas de mariposa, pero se le perdió, a la par en que se le perdía también la inocencia de la que después quedaría poco o casi nada. Pero entre tanto trajinar algo se le tiene que ir perdiendo a uno.
Era la época en que el pueblo apenas si tenía un par de caminos de herradura, el resto era cubierto de una hierba mala; mala porque no servía para nada y lo único que hacía era estorbar. Pero nadie la arrancaba. Crecía y crecía hasta que de a pocos iba llenando terrenos enteros, hasta que de a pocos se volvió incontrolable, tanto que la única manera de cortarle tanta gana de crecer fue echándole madrazos primero y maleficios después. Hasta que en últimas, de ver que la herbada no se doblegaba, la quisieron sepultar en vida. Primero con tierra, luego con basuras.
Pero la cura fue peor que la enfermedad. El pueblo terminó convertido en un legítimo vertedero de porquerías, todo por querer aquietar el rastrojal aquel que ningún daño había hecho, que ninguna culpa tenía más que crecer y robárseles la tierra donde igual tampoco crecía nada que no fuera esa plaga verde.
En esos días, Eliodoro tuvo su primer encontronazo con el diablo. Vivía en una casa grande que había dejado su padre antes de morir para que al menos tuvieran un techo donde escamparse. Era un bastimento rústico hecho de tablones de madera ásperos que dejaban unas delgadas rendijas por donde se sentía entrar el murmullo de la noche. Llegaba impulsado. Bajando desde las montañas para después trepar la cuesta donde estaba encumbrada la casa de Eliodoro. Pero así y todo, llegaba. La brisa agitada se metía de a pocos entre rechifles que hacían crujir las maderas.
No había luz. Cuando caía la noche, el pueblo era arropado por una oscuridad que solo la clemencia de la luna llegaba a apaciguar, aunque sea un poco, aunque sea casi nada.
–Eliodoro, mijo, vete a comprar unas velas porque ya no queda sino un cabito y se me va a acabar. Ándale, mijo, que son las seis, vete antes de que se oscurezca, aprovecha que todavía hay un poquito de claridad, no vaya a ser que te agarre la noche por ese matorral.
Se había extinguido el gajo de vela que alumbró hasta que supo, hasta el último resollo de luminancia que le quedaba. Y Eliodoro no llegaba. Pasaron los minutos que después se habían arrejuntado para volverse horas y solo cuando se hicieron las ocho de la noche se escucharon los zapatazos del muchacho subiendo por los tablones de madera que hacían de gradas y que rechinaban, como si la materia muerta de lo que antes había estado vivo hubiera despertado para advertirle del infortunio.
Subió un escalón y luego otro y otro más. Entonces vio cómo de la parte de atrás de la casa, como si hubiera estado esperándolo por incontables noches, le salto al ruedo la figura de un hombre que sacó de las entrañas, para escupir por la boca, tres bocanadas de fuego y salir corriendo con las ancas descarnadas y la cola erizada perdiéndose por el mangón de la casa entre la noche oscura.
Haciéndoles llamado a todos los santos que conocía, la mamá de Eliodoro salió de la habitación en la que estaba, se le metió a los pulmones un olor a azufre que seguramente le quemó el menudo y notó cómo en el piso quedaban los rastros encandilados de unas pisadas recién caminadas.
–Oiga, doña Benilda, ¿qué pasó que anoche escuchamos alboroto, se le metió el moháno?
–¡Ja! Que hubiera sido el moháno. Por poco y me matan al hijo y nada más y nada menos que el mismísimo diablo.
* * *
–¿Hasta dónde, camarada?
–Hasta allá, lejos. Ves la otra montaña… Hasta allá. Ya te darás cuenta que vamos llegando, los oídos te avisarán.
–Pero… ¿por qué a mí, señor?
–Eso sí tendrás que preguntárselo al que te mandó a traer, muchacho.
–Y ¿quién es ese?
–Tu amigo, ya verás.
–Y si es mi amigo ¿porque me lleva amarrado como si fuera una bestia? Así no más he visto que acarrean a las vacas y no es pa’ nada bueno. Al degolladero será que vamos.
Se quedó en silencio.
Lo llevaban con las manos atrás, en el espinazo. Lo tenían amarrado con guascas que de tanto uso, de tantos otros que ya habían llevado amarrados por el mismo camino, pareciera que se iban a romper. Por eso le daban y le daban de vueltas al amarre, para que no se les soltara; para que en últimas, si se les soltaba, al menos ya tuviera muertas las manos. A fin de cuentas muerto iba a estar.
–No me dice nada usted de la cuerda… ni me dirá nada de la cadena que tengo en el cuello, ¿verdad?
No tuvo respuesta.
–Será entonces que mi amigo, ese que usted dice que es mi amigo, es el demonio porque así como me arrastran seguro es que vamos derechito pa’l infierno. Pero créame que yo iría por las buenas, igual, cada quien es dueño de su miedo y yo, hasta donde sé, no le debo nada a nadies.
–Usted sabrá los problemas que trae con el comandante, arrégleselas con él. Ya no falta mucho, ya estamos llegando. ¿Escucha? Ya casi llegamos.
No escuchaba nada. Cuando llegaron a donde tenían que llegar supo a qué lo llevaban. Supo que tendría la misma suerte de los que estaban ya ahí, amarrados a los árboles con cadenas iguales a las que él tenía, maniatados con cuerdas iguales a las que él tenía. Lo único diferente es que los otros ya estaban más muertos que vivos. A él todavía le quedaban restos de vida.
–¿Quién es este?
–Mi comandante, este es el que mandó a traer de Toribío.
–¿Usted es el hijueputa?
–Arnaldo Ascue, señor. Lo de hijueputa si no sé.
–¡Ah sí, este es el hijueputa! Póngase a cantar que ya sé quién es usted y lo que anda diciendo de mí.
–Yo no he hecho nada, señor. Si a duras penas he empezado a vivir. Ni sé qué hago acá, aunque ya me voy dando de cuenta que usted me mandó a traer pa’ que me muriera.
Estaba parado con los pies descalzos hundidos y unidos en la tierra de lo que parecía el averno. Antes había estado en el pueblo viendo pastar las vacas que se atragantaban de esa sustancia verde que le crece a la tierra por estos lares, esa misma que años atrás no servía para nada pero que ahora le servía a las vacas para llenarse las barrigas.

Los hombres armados se acercaron a la orilla del camino donde estaba mirando a los animales masticar el herbaje y después de unas cuantas formalidades le revisaron hasta el último recoveco del cuerpo. “Yo no le he hecho nada a nadies, señores”, decía, y por eso mismo, por la tranquilidad que tenía, se dejó poner las amarras y se dejó llevar.
Pero mal camino no conduce a buen sitio. Lo llevaron arrastrando los pies, primero por el camino terroso de piedras que se le incrustaban en la planta de los pies. Luego por trocha, por la montaña límpida, escasa de caminos, al menos de caminos caminados por otros que no fueran los que ya habían llevado para allá. Así iba arrastrando las pezuñas, dejando en cada paso un poco de piel, un poco de vida. Mientras tanto pensaba y se esforzaba por recordar, por al menos hacerse una idea de a quién le había hecho daño para que le respondieran con tanta maldad. Pero tenía 12 años y en tan corta vida vivida no caben tales enemigos.
–¿Por qué lloras? No creas que porque te veo menudo y con los ojos lavados voy a tener compasión, muchacho. No la tengo, no la hay. No hay compasión para los chivatos y ahora te toca pagar tu culpa. A eso has venido hasta acá, pero lo tuyo, sólo se paga con muerte.
–Le digo que no he hecho nada, señor, que no he dicho nada. Pero ni pa’ qué le discuto si es mi palabra contra la suya y ahí si llevo las de perder. Pero fíjese, ni sé bien quién es usted, al menos eso debería decirme, ¿no? Al menos quisiera saber cómo se llama el hombre que me va a matar.
El hombre lo miró con ojos rasgados. Una ojeada fría, lapidaria; trae la muerte en la mirada y en las manos. Cargaba un fusil terciado al hombro derecho que sujetaba con una mano mientras que con la otra se llevaba un cigarro a la boca para nublarse los pulmones. Llevaba puesto un uniforme verde de militar, capa tras capa de ropa que corta cualquier viento descarriado que le quiera golpear las carnes y por si fuera poco termina con una chaqueta negra tan gruesa que a lo mejor ni las balas le entran. En la cabeza, además de las ganas de matar, traía puesta una boina negra que le dejaba salir por los lados unos cabellos negros rizados y abultados, “los rizos del diablo”, pensaría. Tiene un bigote escaso, unos cuantos pelos regados encima de la boca de la que se escuchó decir: “José Fedor Rey, ese es el nombre del que te va a matar”.
–Entonces ya estoy muerto.
Le soltaron las manos que ya estaban entumecidas del miedo y de la fuerza con la que venían amarradas. Miró a un lado y luego al otro. El lugar estaba lleno de hombres que daban muestras de haber sido torturados, comprendió a qué se refería el guerrillero que lo trajo cuando le advirtió que los oídos le avisarían. Se escuchaban gritos y lamentos de hombres que se arrepentían, de hombres que imploraban por la vida, de hombres que acusaban a otros hombres. Le pasaron una pala.
–Quiere usted que cabe mi propio hueco, ¿verdad?
–Haga el hueco, que ahí lo voy a enterrar.
* * *
–¿Qué tanto te sirven los ojos?
–Pues, ahí. Ven lo que quieren ver; lo que les conviene.
–¿La ves?
–Que si veo qué cosa.
–Pues la lucecita esa que viene bajando de la montaña.
–¡Almas del purgatorio!
–Ojalá y sean las almas del purgatorio. Hay que temerle es a los vivos, compadre.
–Ni lo uno ni lo otro, señores –dijo Eliodoro–. Ese que va bajando es el mismísimo diablo y viene con su chusma.
–Indio muerto no tira flecha. Váyanse pa’ sus casas y anídense bien que si son los que son, no nos salvan ni las once mil vírgenes.
Entonces unos se metían a sus casas y se enclaustraban cerrando cualquier tranquera, cualquier lumbrera, cualquier barreno por donde pudiera entrarse la maldad que traían. Y ahí se quedaban. Sin ningún ruido más que el de sus propias respiraciones titilantes del miedo, sin ningún ruido más que el de las tripas tronando de angustia y de hambre.
Otros corrían a refundirse en lo más profundo de los cafetales, atravesaban el monte y ahí se quedaban, acostados en ese suelo verde rebosado de la maleza que nacía desde añares. Y ahí se quedaban, aguantando el frío de la noche que les partía el cuero, sorteando hasta al mismo moháno que decían andaba caminando por ahí, porque era preferible eso, encontrarse a esos hombres que se convertían en perros para robar antes que encontrarse con el diablo.
–¡Ahí viene La Chusma, arranquen que vienen Los Francos!
Y había que correr. Había que esconderse y de paso esconder todo lo que uno tenía, todo aquello a lo que le pudieran quitar la vida. Si llegaban a una casa mataban al perro, al gato y a las gallinas y a cualquiera que le diera por rebuznar. Por eso había que correr, para librarse de la muerte.
–Yo lo conozco –dijo Eliodoro–. Ese que viene adelante con la luz es el diablo. Yo lo conocí cuando aún era diablo. Ahora anda en otras patas y con otras carnes, haciendo sus maldades, queriendo convertir este pueblo en su infierno. Ya empezó en Tacueyó. Allá está dejando maldita esa tierra de los tantos que ha enterrado. Sus compinches, esos de La Chusma, son de la Ricardo Franco. Él es el diablo pero en otro cuerpo; el cuerpo de un tal Javier Delgado.
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