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Hijos de la guerra

  • Foto del escritor: historiasamalgama
    historiasamalgama
  • 15 ago 2019
  • 4 Min. de lectura

Que esta guerra debe dejar de parir hijos, que la niebla debe esfumarse para ver con claridad el camino del perdón y la paz.


Por: Eimy Romero


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“Papá no era quizá la mejor persona, nadie lo es, y el que mamá y él estuvieran separados solía entristecerme. Sin embargo, siempre daba su mejor versión como padre, incluso fue figura paterna para mi hermana, con quien no compartía genes. Así como yo, mis amigos y demás familiares lo recuerdan por su amabilidad y el cariño que solía dar a sus hijas, éramos sus consentidas y la gente lo sabía, las niñas de Guido”.


***

Villa Rica era un municipio del Cauca con profundas esperanzas de mantenerse en la tranquilidad que lo había caracterizado, los índices de violencia eran tan bajos que tan solo se alcanzaban a reportar dos o tres casos de homicidios por año, muy poco comparado con las cifras recurrentes en la prensa o los noticieros. Un “pueblo de paz”, como lo definían sus propios habitantes, pronto se vería sumido en el horror que, hasta aquel día, resultaba ajeno.


En el 2012, un par de semanas antes de celebrar el cumpleaños número 13 de Villa Rica, cuerpo del Ejército y la Policía Nacional comenzó a hacer presencia en el municipio en diferentes ocasiones, hecho que a los habitantes les resultó extraño, pues antes no se había hecho tan evidente la presencia de la fuerza pública y eso generaba sospechas.


El jueves dos de febrero de 2012, poco después del mediodía, una camioneta sospechosa se estacionó muy cerca a la estación de policía de la localidad. A pesar de no haberse visto envueltos antes en un atentado terrorista, los habitantes de Villa Rica notaron lo inusual del asunto y pronto comenzaron a huir del lugar.


***

“Yo tenía 12 años cuando recibí la noticia, en el momento me encontraba sola cuando entró una llamada avisándome que había ocurrido un atentado en Villa Rica, solté el teléfono y en medio de la desesperación empecé a brincar, no fue sino hasta que Martha, mi nana, llegó, que logré calmarme un poco. Momentos después llegó una amiga de mamá buscándola y por su actitud sospeché lo peor, pero como notó que yo estaba tranquila, se tranquilizó también.


Pasó un rato hasta que me llamó mi tío, quien me preguntó si sabía algo de mi papá, le dije que no, terminamos la llamada y puse las noticias. Se hablaba del atentado y de que una de las víctimas era el comandante del puesto de Villa Rica, entonces llamó mamá, me pidió que me tranquilizara, que papá no era el único comandante de la estación. Pero algo dentro de uno dice “no, ya murió”, yo no lograba confiar en que siguiera con vida, pues intenté llamarlo y no entraba señal a su celular, de todas formas, supuse que todo estaba caído como efecto de las detonaciones.


La casa empezó a llenarse de gente que se acercaba a mí dándome su más sentido pésame, pero hasta el momento nadie concretaba nada al hablar. Llegó la policía y una psicóloga, quien me llevó a la habitación para hablar en privado, me habló inicialmente de la situación y la guerra en Colombia, esto para encaminarse a confirmar la noticia que yo más temía: mi papá era una de las víctimas mortales del atentado”.


***

No tardaron en escucharse las detonaciones de los tres cilindros bomba que fueron lanzados desde la camioneta a tres puntos específicos. El atentado se atribuyó al Sexto Frente de las Farc, cobró seis víctimas fatales y más de 30 heridos. Uno de los cilindros cayó directamente en la estación donde se encontraba el comandante de la misma, el intendente Guido Cifuentes Adarme, padre de Caroline, María de los Ángeles, Mariana y Angie, su hija de crianza.


El comandante murió en una guerra que no era ni suya, ni de las otras cinco personas, o de las casi trescientas mil víctimas que se ha cobrado la violencia en el país, pero, a los ojos de su hija, Guido dio su vida sirviendo al país, en un intento por reestablecer la paz en Villa Rica, ansioso de ver en otros niños, la felicidad que veía al volver con sus hijas.


***

“Haber perdido a papá, a quien yo veía como protector, claramente no fue fácil para ninguno. Pese a no vivir con mamá, ella se vio muy afectada, pues recordó la época en que aún estaban juntos y la angustia que venía con cada misión que se le encargaba a papá, el temor de un último adiós se materializó ese dos de febrero cuando papá no regresaría recibiendo con brazos abiertos a sus hijas.


Aunque él no era el padre de Angie, mi hermana mayor, la noticia fue un golpe de esos que roban el aire, pues papá fue para ella una figura paterna de amor incondicional y compartieron juntos más momentos de los que pude compartir con él.


En cuanto a María de los Ángeles, recuerdo que antes de morir papá me dijo que, si en algún momento él faltaba, yo debía desempeñar el rol que él cumplía con ella. Por eso hoy intento que no se borre de su mente el recuerdo del gran papá que tuvo, pues para el momento en que todo ocurrió, ella sólo tenía 4 años, e intentamos explicarle lo sucedido de la manera más clara posible para una niña de su edad, pero conforme crece, me encargo de recordarle las cosas que solíamos hacer con papá cuando estaba en la ciudad.


Debo admitir que a los responsables de su muerte no pude perdonarlos inicialmente. En un principio deseaba para ellos el mismo destino que marcaron para papá, pero pronto entendí que, así como él, ellos también son padres, hermanos o hijos, y que ni sus familias, ni nadie merece estar en el mismo lugar que yo”.

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Revista Entropía 2020

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