top of page

El experto

  • Foto del escritor: historiasamalgama
    historiasamalgama
  • 12 abr 2019
  • 11 Min. de lectura

Actualizado: 13 abr 2019

Por: Seb M Coronnel


ree

Corresponde su mirada a la de un experto, de esas que no suelen dudar de las decisiones. Camina ansioso, queriendo adivinar sus latidos con sus pasos. Cruzado sobre su pecho y espalda, una cámara réflex se columpia sin rechistar al ritmo de una marcha segura. La ciudad bulle, escose, cambia. Los automóviles, enjambres de hierro, rebosan las carreteras. Una nube opaca se coagula, ocultando los rayos mortecinos de un sol que apenas se asoma. El mundo se tiñe de dorado, de rosa. El experto se detiene, observa cómo las hojas de los arbustos que delimitan el andén relucen color atardecer. Retira con exquisitez el protector del lente, lo introduce en su bolsillo y acto seguido limpia el cristalino ovoide con la manga de su frac. Toma posición, un pie más adelante que el otro, rodillas ligeramente dobladas, soportando el peso de un momento que está a punto de ser captura para la posteridad. Pega su cara a la mirilla rectangular, el mundo ahora tiene un recuadro oscuro, un parpadear mecánico. “Perfecto” murmura el experto, quien decide que la magia crepuscular empieza a desvanecerse.


El experto detiene su andar al olfatear el cálido vapor de café. Sus pupilas se dilatan, enfocando su atención en un pequeño establecimiento, con mesitas de madera y cortinas a cuadros. Un letrero pone “L’instant perdu” en su entrada, una señorita entra y sale, lleva puesto un delantal que va a juego con las gafas de marco grueso, detrás de ellas, unos hermosos ojos le sonríen. La señorita entrega las humeantes tazas a una pareja de muchachos con sendos bigotes y gabanes, sin despegar su coqueta mirada de nuestro amigo. El experto siente un espasmo que le recorre el brazo y termina en la punta de sus hábiles dedos. El reflejo de una posible fotografía. Lo reprime para así disponerse a entrar al café y tal vez pedir un capuchino. Ya en la mesa, el experto no entiende la variada cantidad de opciones para pedir un café. Lo atienden tres meseras y un mesero, quienes reciben un gesto negativo ante la interrogante alusiva a su orden. La verdad, el experto solo tomaba capuchino sin azúcar, y todos los cafés vendían por defecto aquella simple y básica bebida carente de gracia. El único impedimento es el deseo del experto de ver de cerca los ojos enmarcados de la señorita. Caso curioso, pasan dos horas antes de que el lugar comience a vaciarse, el experto pierde la cuenta de las veces que ella ha salido y entrado, con bandejas llenas y luego vacías, expectante al contacto visual que permita, por fin, conocerla, conocerla y retratarla con su ojo mecánico. A este punto, el experto ha perdido interés por el café, banal añadidura para la felicidad que es contemplar dicha belleza.


Se despierta de golpe cuando el mesero le sacude el hombro con cautela “Señor ya vamos a cerrar”, el experto, atontado y confundido, mira hacia todos lados hasta caer en la cuenta de que las máquinas de café están cubiertas por sus fundas plateadas. Se manda la mano casi inconsciente hacia el pecho, respira aliviado al sentir su más preciada posesión, su cámara lo sigue acompañando. Se percata de otra cosa que sí le arrebata su ahínco fugaz. Ya no hay vapor ni esencia que le acaricie el olfato. Ya no hay bullicio que apague sus pensamientos, y ya no hay musa que se los robe con el delicado tacto de una sonrisa. El experto se pone de pie y toma sus cosas. Al atravesar la salida, ve con el rabillo del ojo la silueta evanescente de la señorita. Da un paso largo intentando acortar distancias, pero la soledad espaciosa se lo impide. El sonido carburante de un exosto escupiendo lo hace frenar y observar desolado. El experto siente aquel cosquilleo de antaño y decide tomar posición, el mundo tiene un telón oscuro, el choque de una luz insípida y un parpadeo. El rugir del motor se aleja, pasando a ser un débil gemido y al final un agonizante susurro. El experto observa la calle oscura, baja la mirada hacia la cámara, su rostro se perfila gracias a la blanquecina iluminación de la pantalla. El experto tuerce su delgada boca. “483-WIP” lee para sí mismo. “Perfecto” dice apagando la cámara.

***

La superficie cubierta de papel fotográfico con miles de rostros, observan al experto quien admira como de costumbre su trabajo. No encuentra lugar para dichoso prodigio recién impreso. Su mirar rebota entre la fotografía de la mujer, la cual sostiene con una mano el casco que deja escapar sus rebeldes cabellos, y la pared donde reposan todos sus demás fragmentos de tiempo. El experto no entiende. Frenético y ansioso, arranca de un manotazo todas esas fotografías no dignas de su juicio. Las barre con sus pies, haciendo espacio para su más reciente adquisición. Minucioso, el experto se acerca a su escritorio, con su tesoro en una mano, mientras que, con la otra corta, sin prestar atención, un pedazo de cinta. La dobla, uniendo ambos extremos del trozo y lo pega en la parte de atrás de la fotografía.


Con ínfulas chamánicas, el experto posa el retrato espontáneo de su nueva obsesión, en todo el centro de la pared. Manchas de pegamento y la silueta de la basura que un día fueron sus fotos rodean la imagen que hechiza su deseo. “Perfecto” susurra excitado. Da unos cuantos pasos hacia atrás pasados algunos tics y tacs del reloj. Sonríe de oreja a oreja, toma su cámara y se retira de la habitación, no sin antes apagar la luz, permitiendo así que la lámpara de luz opaca que yace en lo más alto del muro de las fotos, casi rozando el techo, ilumine su obra de arte cual exposición de museo.

***

Pasan tres días y el experto decide acercarse al café de nuevo, guiado por la ambición de querer apaciguar un conflicto consigo mismo. Entra y se sienta en silencio en la misma esquina de la vez anterior. Diminutos espasmos recorren su cuerpo sin consultar su aprobación. Mira hacia todos lados, pero el olor a cafetera lo distrae de su búsqueda. De nuevo se marchan sendas cuatro horas antes que el experto pueda deleitarse con su presencia. Ella entra pavoneándose sin prestar atención a su alrededor. Se pierde al pasar detrás del mostrador y vuelve a aparecer ya uniformada para, por un fugaz instante, cruzar miradas con el experto. Al sentir dicha conexión, el experto da un brinco seguido de un levantar de cejas, el cual es ruinmente ignorado. El café supo a decepción el resto de la tarde.


Embriagado por la amargura, el experto espera hasta que el vapor de las cafeteras no es más que humedad condensada en los recipientes. La mujer sale del establecimiento casi que en un suspiro. El experto no logra ponerse de pie a tiempo para mantener la distancia, así que contiene su impulso y mete su mano en el maletín de cuero que reposa a su lado. Saca su fiel compañera y limpia apurado el lente. A través de una ventana mugrienta, el experto atrapa la ilusión de su existencia. Esta vez la mujer sostiene un deje de preocupación, mirando de izquierda a derecha, como escaneando las sombras que desdibujan la calle. Acto seguido al parpadear mecánico, el experto se percata que una sensación de estar siendo asediado le pellizca la nuca. Gira sorprendido y se topa con uno de los meseros, el cual con mirada inquisidora se cuestiona las actitudes erráticas del experto. Se miran fijamente sin titubear en expresiones. El experto guarda apremiado la cámara y sale del café. La mujer ya no está por ningún lado.


Es así como nace un ritual. El experto presiona el botón parpadeante de la impresora y observa con sumo detalle cómo la imagen se materializa. La agarra con la delicadez de una mariposa y en puntitas se acerca al mural ahora vacío, a excepción de la primera fotografía. Un poco de cinta y la pega cercana a la anterior, ahora la primera foto tiene un satélite que orbita la soledad del momento que fue el detonante para el experto. Sale del cuarto con la cabeza llena de ideas, la más palpitante de todas, visitar de nuevo el café y propiciar un encuentro fortuito para su deseo.


Avanza lento y dudando sobre qué poder decir. Tal vez pedir un café e invitarle a uno podría ser un buen primer paso, sin embargo, cabe la posibilidad de una negativa como respuesta, pues ya han de ser varias sus labores durante el turno. El experto suspira, desvía su mirada al piso, viendo en primer plano su cámara la cual cuelga como siempre, dando pequeños golpes en su pecho al ritmo de la marcha. Se detiene, un semáforo y el enjambre de siempre. Continúa su andar, intentando dejar de lado el pesar y el miedo que el rechazo produce en sus venas. Llega a la esquina desde donde se puede divisar el café, sus mesas y sillas parcialmente desocupadas, pero ahí está ella. Lleva una cola de caballo y el delantal bien ceñido. Anota con una sonrisa el pedido de una anciana quien insiste a su nieta el permanecer en silencio. El experto admira la escena, saboreando la presencia de su musa. Un impulso intenta mover el pie para avanzar y cruzar hacia el café, pero reacciona contrario a su primer planteamiento. Toma posición, un pie más adelante que el otro, rodillas ligeramente dobladas, soportando el peso de un momento que está a punto de ser captura para la posteridad. Pega su cara a la mirilla rectangular, el mundo ahora cubierto por un marco que quiere ser telón... un parpadear mecánico. La mujer guarda la libreta en uno de los bolsillos de su delantal, de manera espasmódica, señala al paparazzi sin querer hacerlo. “Te vio” susurra el experto quien, apenado y frustrado, se da la vuelta y borra sus huellas. Aprieta la cámara con ira mientras regresa a su morada.


Al entrar, se deja caer en el sofá de tela aterciopelada, acaricia con ternura la superficie del mueble hasta terminar arañándolo. Suelta un suspiro y el experto se pierde en las irregularidades del techo que tiene sobre su cabeza. Tras unas cuantas cavilaciones, decide poner en marcha un plan para culminar su meta y al fin poderse declarar y proclamar como dueño de aquella preciosa sonrisa. El experto agarra su cámara sin duda en sus manos y la abraza hasta quedarse dormido, engullido por el más grande sueño que alguna vez lo poseyó, amar. Al día siguiente, comienza el sin cesar de escena tras escena repetitiva. El protagonista, un experto en no tomar decisiones correctas, en situaciones en las cuales su alma pone a prueba el valor que éste carga en los pantalones. Cada día a la misma hora, con la determinación coronando su ceño, el experto camina rumbo a su dicha. El olor a café obliga al tiempo a combarse y distorsionar su ambición en una maraña de miedos y dudas que lo frenan de golpe ante la más mínima posibilidad de que su destino y el de la mesera se entrelazan en un simple “Hola”. Por el contrario, ya son decenas de tazas de tinto, moca, capuchinos y expresos quienes son las testigos del reprimido amor que atormenta la pobre mente de alguien experto en capturar momentos. Al final de cada día, una fotografía se une al mural, ampliando eternamente la colección de retratos casuales, donde la belleza de la mesera se expresa en infinitas combinaciones faciales.


Los días transcurren y el experto es un manojo de frustración. Seis meses y medio y la pintura desgastada de la pared es tan solo un vestigio. Fotos sobre fotos invaden la pared de su estudio, ya empiezan a contagiar el resto de la habitación. El experto admira con deleite cada una de ellas, si no puede tenerla y compartir su presente continuo, por lo menos podía contar con su presencia a modo de recuerdo estático. Observar su obra de arte es la cura para la rabia que carcomía su cuerpo cada vez que fallaba en su empresa. Se acaricia sus brazos con cariño, simulando la calidez de un abrazo. Inhala anhelos y exhala tranquilidad. Posa sus ojos en cada una de las fotos, realzando los detalles únicos de cada toma.


El experto siente cómo la tenue balada de Morfeo se apodera de su cuerpo. Sus párpados titubean, “Qué hermosa, su sonrisa” se cierran, “las fotos qué hermosas” duermen. “Qué es esta mancha”. Ahoga un grito al darse cuenta en como la primera de todas las fotos, aquella primera vez que vio al amor de su vida escapar en una motocicleta; esa que no es más que un borrón que denota el movimiento, el cabello enmarañado en la cara de la bella mesera, las luces y la calle oscuras, se difuminan, la escena, el momento está siendo devorado por una mancha que parece crecer con cada segundo que el experto la mira aterrado. Se acerca a la pared arrastrándose tal infante, pega su cara a la foto, como queriendo estampar en su frente lo que ven sus ojos. Mueve la cabeza, negando toda atrocidad. Descuaja la foto corrompida por el paso del tiempo, se desliza la imagen entre sus convulsivos dedos. No lo puede creer. Una idea le hiela la sangre. El tiempo le arrebatará sus instantes, no conservaría tal belleza. Su credo era una total y vil mentira. Engaño de su inocencia, lágrimas recorren sus mejillas para terminar empapando la foto. No serán sino cuestión de semanas para que todas estén así, negras, opacas. Para que no sean más que el reflejo de las noches en penumbra que pasa sin ella. Todo en lo que trabajó por medio año, en ese exacto momento pierde todo valor. Debía ser osado, piensa al atravesar el umbral de la melancolía. Las fotos se van a desgastar, permitiendo al experto conocer el dolor por la pérdida de algo que nunca tuvo. Escoge el atrevimiento mientras llora encima de su almohada.


Al amanecer, la cámara es testigo de la primera vez que el experto sale a la calle sin ella. Sin el poder de capturar momentos y decidir protegerlos. Sus piernas tiemblan y vacilan cada paso. Su ritmo cardíaco, desafinado y sin ritmo. Siente como su frente escurre, gotas de sudor se enredan en sus cejas crispadas y llenas de pesadumbre. Con cada articulación está más cerca de combatir su mayor sombra, el rechazo. Los automóviles, enjambres de hierro, pululan en las carreteras, dejando un rastro de inmundicia que tizna su respiración. Una nube opaca se desdibuja, permitiendo a los rayos bulliciosos de un sol que apenas se asoma, calcinar las aceras, achicharra los residuos de contaminación.


El mundo se tiñe de gris. El experto se detiene, observa cómo las hojas secas de los arbustos que delimitan el andén impregnan su pasarela con un deje moribundo. El café esta vez es amargo. Al faltar solo una calle de su rumbo, el experto infla sus pulmones con aire, buscando calma. Instintivamente se lleva la mano al pecho, cayendo en la cuenta que no la lleva consigo. Suspira, cruza la calle, el vapor y la esencia del café lo penetra. Su mano sudorosa resbala al tomar la baranda de las pequeñas escaleras que hay antes de adentrarse al establecimiento. Mira hacia todos lados, las mesas siguen vacías. Solo hay dos señores de traje con sus portafolios reposando en las patas de las sillas de mimbre. Sostienen honda conversación y ambos se percatan del hombre con aspecto desesperado que les devuelve la mirada. El experto avanza y la campanilla le da la bienvenida. Toda la atmósfera del café se detiene. Los pocos clientes lo vislumbran con sorpresa. El experto vacila, pero, rígido y decidido, corta la distancia del mostrador.


Se apoya a unos centímetros del encargado de la caja, un joven con barba espesa y sonrisa pasmada el cual lo reconoce de inmediato y le pregunta si va a tomar lo mismo de siempre. El experto niega, con la mirada pegada al suelo. “Busco a…” de su bolsillo, saca una lámina que el muchacho del mostrador reconoce, segundos después, como una fotografía. “Esta señorita, trabaja aquí ¿cierto?” El experto extiende su brazo, enseñando la fotografía más hermosa de todas. En ella, la mesera mira hacia atrás, sonriente. Su cabello danza gracias a la inercia. Sostiene la bandeja de plata, sobre ella; tazas y pastelillos. El experto recuerda haber probado cuatro de esos postres, imaginando la dulzura de sus labios. En la foto, se puede percibir el tibio vapor de las cafeteras. Un aura divina que abraza con ternura la silueta de la mujer más espléndida del mundo. El mozo del mostrador analiza la imagen, levanta una ceja confusa. Su expresión cambia de repente al darse cuenta de qué se trata. Su boca cae de su mandíbula, acto seguido se la tapa con sendas manos, queriendo asfixiar el terror que emana su expresión. El experto percibe el desconsuelo y la aflicción de las lágrimas que lentamente se acumulan en las cuencas del muchacho. Siente como la tribulación se apodera de su ser. Entiende. Pausado e hiperventilando, el experto baja su brazo, el cual ahora descuelga a un costado de su cuerpo. La fotografía se desploma, boca abajo. Al no sentirla entre sus dedos, cae en la cuenta de que ha perdido todo. El experto lo afirma, al ver a través la capa acuosa que es su llanto, la cinta negra que estrangula la manga del uniforme del muchacho quien susurra “Lo siento”.

Comments


Revista Entropía 2020

  • Instagram - Círculo Blanco
  • Facebook - círculo blanco
  • Twitter - círculo blanco
bottom of page