En la guerra no hay caminos para quedarse
- historiasamalgama
- 26 ene 2019
- 8 Min. de lectura
Por: Valentina Muñoz Zúñiga
Ilustración: Santiago Valencia
Rosa Enelia Mosquera está en la Fundación desde su creación. Es una mulata de 49 años, con suficiente fuerza en el cuerpo para seguir trabajando.Tiene seis hijos, todos llevan su apellido. Los paramilitares que la desplazaron, la guerrilla de las Farc que lastimó a los suyos, y el olvido del Estado la han llevado dos veces a dejar atrás todo lo que conoce.

Una Trocha hacía El Plateado
Una vez fui feliz, tenía cinco años y andaba pata pelada. Lola me hacía feliz, mi hermana mayor. Nacimos en Huisitó, corregimiento del Cauca, toda mi familia es de allá. En esa época no necesitábamos zapatos, caminábamos dos horas para llegar de la finca al pueblo, a veces me llevaba en sus hombros. Luego a Lola la mató el amor, se enamoró de un profesor y una mujer le hizo una brujería que la hinchaba todos los días después de las seis de la tarde. Una noche fue a despedirse de mí, vivíamos en una casa de zarzo y desde arriba vi pasar una sombra, le dije a mi mamá, pero ella me dijo que era el alba, no le creí porque a las horas Lola murió.
Nunca dejé de pensar en ella, tampoco el día en que me fui de Huisitó. Tenía veinticuatro años y tenía tres niños pequeños: Argenis Mosquera, de seis años, Luis Iván Mosquera de 4 años, y Jeison Andrés Mosquera de catorce meses, lo llevaba en brazos. Me fui con Lidia, mi vecina, y sus dos hijos pequeños. Empezamos el viaje al amanecer por una trocha, pasamos por Mecaje, luego Mecaje alto para subir hasta San Antonio alto, todo lo que encontramos fue una palamenta y puro monte.
Era una trocha horrible, poco transitada por gente y mucho por animales, nos encontramos de todo. Nos fuimos de la casa porque no había trabajo en Huisitó y si uno encontraba le tocaba ir muy lejos. Yo ponía a cuidar a una hermana a los niños, pero les pegaba y a mí no me gustaba que los tocarán, ni siquiera ella.
Tardamos un día entero en llegar a la primera casa en San Antonio alto. En ese momento estábamos asustados, escuchábamos un trote detrás. Yo estaba segura que era un tigre, se ven mucho por la zona. Fui avispada y dejé que Lidia se hiciera detrás, ella llevaba un machete, yo no tenía nada. Me la pasaba pensando en cómo agarraría a los niños, en caso que tuviéramos que salir corriendo. Cuando llegamos a esa casa una señora nos atendió amablemente, nos preparó comida porque los niños iban con hambre. Ese día nos dormimos temprano para despertar al amanecer, preparamos desayuno y fiambre y volvimos a salir. Hicimos en total tres días de camino, teníamos que seguir el paso de los niños que estaban muy pequeños.
A las cinco de la tarde llegamos a El Plateado. En el pueblo vivía un primo mío y su familia, ellos ya nos habían arrendado una casa, entonces nos fuimos para allá. Cuando entré lo primero que vi fueron los restos de vela por toda la casa, no me gustó, hasta sentí un escalofrío. Le pregunte a Lidia, ella me dijo: -debe ser que se fue la luz en estos días, y les tocó prender vela. No le creí, esa noche cabeceamos viendo dormir a los niños, tenía desesperación de ver tantas velas, miedo. Al otro día le pregunte a la vecina, me dijo que la casa había sido una casa de velaciones, hace poco habían matado a tres personas en esa semana.
En ese tiempo el octavo frente de las FARC desaparecía mucha gente en la zona, se hacían velorios diarios. Al otro día me fui, pensé en mi mamá mucho, el día antes de irme me advirtió sobre Lidia: - No se quede mucho tiempo con ella Rosa, usted sabe que ella es problemática, allá se van a poner a pelear. Le dije entonces a Lidia que hasta allí estaríamos juntas: -Vea mijita yo me abro, hasta aquí fue la compañía. Ese día arrende otra casa, de barro, ventanas y camas enterradas en la tierra.
Para ese entonces empecé a sufrir demasiado, allá sí había trabajo, pero pagaban muy poquito. Aura Hoyos, me dio el primero, recolectando hojas de coca. Todo mundo en El Plateado trabajaba haciendo eso, las mujeres cogíamos transporte para llegar a las plantaciones, luego tocaba caminar un par de horas. El dinero que ganaba no me alcanzaba para comprar suficiente comida para los niños. En el trabajo nos daban unos tazones de comida, yo los guardaba para ellos. Los tenía en una guardería, pero al día les daban un poco de colada, no resistían. Todos los días me levantaba a las tres de la mañana, preparaba de comer, llevaba a los niños a la guardería y me iba a trabajar. Luego volvía por ellos a las seis de la tarde les calentaba la comida y me ponía a lavar ropa. Me sentía sola, era mucho trabajo, pero lo hacía por ellos. Conseguí otro tipo de trabajos, pero me llamaban cada vez que había cosecha de coca y ganaba mejor.
Pasaron los años, y sin darnos cuenta El Plateado se empezó a llenar de paracos. Las mujeres desaparecían todos los días. No puedo olvidar a la que encontraron entre el monte desnuda y con los senos cortados, nos llenamos de miedo. Los soldados del ejército pasaban por las casas, casi siempre de noche, y pidiendo algo para comer. Todos les dábamos de comer, eran muchachos muy jóvenes, a muchos los conocíamos, y eso no le gustó a mucha gente.
Fue una noche del 2006, eran las nueve de la noche y ya estábamos dormidos. Llegaron tres tipos armados a la casa, no les vi la cara porque llevaban pasa montañas. Estaba con mis hijos ya mayores y sus parejas, nos amenazaron: - Si a las cinco volvemos y están aquí, no respondemos por nadie. No quise esperar nada, recogí la ropa que pude, el dinero que tenía ahorrado y me fui con los niños más pequeños: mi primera nieta Lucero y otros de mis hijos. Decidimos viajar a Popayán, no conocíamos a nadie, pero no teníamos otra alternativa.
Una carretera para huir de El Plateado
Llegué a Popayán una tarde con los más pequeños, mi hija que ya tenía marido y mi otro hijo y su novia llegaron al otro día. Aguantamos hambre por algunos días hasta que una hermana nos prestó su casa, teníamos que pagar el arriendo, pero no habíamos conseguido trabajo. En la casa había un cultivo de zanahorias, entonces los niños pequeños se alimentaban con eso. Metí los papeles para reconocerme como desplazada, pero no me salieron, en esa época a nadie lo reconocían como desplazado. Me tocó empezar a dejar mi número de celular en toda parte, para trabajar en lo que fuera. En ese tiempo que no conseguí trabajo, familias en acción me ayudó con algo de dinero, pero alcanzaba para comprar arroz y huevos. Los niños aprendieron a preparar su comida mientras yo seguía buscando trabajo, les tocó crecer más rápido.
Busqué por toda parte, y un día me llamaron. Cuando llegué al lugar, el señor me dijo que no era a mí a la que quería llamar, pero como a pesar de todo tengo un Ángel, me dieron el trabajo. Trabajaba pelando papas en la terminal de transportes, preparaba sancocho en un restaurante de un señor al que le decían el pastuso. Nunca voy a olvidar el primer día que me pagó, ese mismo día fui a mercar con los quince mil que me dio, comimos mejor que otros días. Es muy difícil como mamá ver a sus hijos acostarse con hambre, hacía lo que fuera por ellos. Después de eso trabajé en un restaurante cerca al mirador y en un hotel en el barrio Bolívar, en ambos lugares me trataron muy mal y renuncié. Estaba cansada de la ciudad y de los trabajos, y una noche decidí devolver a El Plateado.
Estuvimos en El Plateado hasta el 2012, la violencia había aumentado, pero vivíamos mejor. Por eso nunca pensé que nos ocurriría a nosotros, que nos volverían a hacer daño. Era un diez de julio y bajábamos para la casa desde la casa de mi hija que quedaba cerca del colegio. Los niños se nos adelantaron corriendo: mi nieta Lucero, uno de mis hijos y un vecino. Nosotros nos desviamos un momento para saludar a mi amiga Roselda, cuando entré a su casa lo escuché. Un sonido fuerte, se levantó mucho polvo negro. Pensé en Dios, y me dije: - ¿a quién cogería esa bomba? En ese tiempo moría mucha gente, no se podía salir porque había plomo por toda parte. Al instante recibí la llamada de mi hijo mayor: - Mamá vengase rápido para el hospital, que una bomba cogió a Lucero.
Yo solo recuerdo que llevaba unas chanclas, y que las dejé en el camino para correr más rápido. Llegué al hospital primero que mis otros hijos, había mucha gente y no me dejaban entrar. Grité que era su abuela, que la niña era mía, después de un tiempo me dejaron pasar. La vi en una camilla, la bomba le sacó las tripas, los otros dos niños solo estaban lastimados por las esquirlas. Ese día la bomba cogió a seis niños en la cancha del pueblo, murió uno de ellos, atravesado por una varilla en el corazón. Lucero era la más herida de los demás, en ese momento tenía siete años. Una camioneta nos recogió y nos llevó hasta Argelia, ahí llegó una ambulancia que nos llevó hasta la mitad de Balboa, después nos recogió otra que nos trajo de vuelta a Popayán.
Lucero fue muy valiente por la misericordia de Dios, no durmió en todo el camino. Solo en algunos momentos le pidió al conductor que fuera más lento, que le dolía. Yo me devolví por los otros niños heridos, tenían las tetillas destrozadas y las piernas reventadas, pero no estaban tan mal como Lucero, a ellos les mandaron exámenes y los dejaron ir. Entonces volví por Lucero a los dos días, cuando llegué ya le habían practicado una cirugía que le dejó una cicatriz en todo el abdomen. Estuvo en cuidados intensivos por varios meses, la mantuvieron entubada hasta que se quedó sin voz. Aprendí a defenderme en los hospitales, en varias oportunidades intentaron sacarnos, pero yo no me dejé. Los tubos la dejaron sin hablar y con oxigeno por dos años más. Lo que más me dolió fueron sus secuelas psicológicas, como varios doctores las llamaron, Lucero cambió mucho.
Después de eso la prensa nos buscó mucho, abogados se consiguieron mi número, no sé cómo. Todos querían el caso, las ayudas llegaron más fácil, ahora sí nos reconocieron como desplazados. Con el tiempo nos enteramos que la bomba la pusieron las FARC, pero su grupo de milicianos. Ellos contrataban un grupo de muchachos jóvenes del pueblo para que les contaran lo que pasaba. Ese día un helicóptero del ejército aterrizó por emergencia en la cancha del pueblo, la guerrilla se llevó a los pilotos. Cerca ubicaron tres motos bombas, explotó solo la que estaba más cerca del helicóptero y de los niños. Las otras las desactivaron, un chismoso le contó al ejercito donde estaban. Ese día mucha gente se fue a ocultar al campo, había miedo.
Al final hicimos la demanda, y nos fuimos del pueblo. No tengo fe en que el Estado cumpla, esas cosas no pasan, se demoran, nadie se hace responsable. En continuas reuniones el abogado del ejército nunca asistió, que estaba muy ocupado. Siempre pienso en lo injusto que fue, ¡eran solo niños!, estaban fuera de la guerra, no estaban de ningún lado y resultaron heridos. Me estremece, porque son míos, yo los vi salir de mí. Ellos, como Lola han sido mi única felicidad en esta tierra. Cada uno de sus partos fue un pequeño momento de felicidad en mi vida, también el de mis nietos. Una excusa para no pensar en todo lo otro malo que he cargado, sigo aquí porque quiero seguir cuidándolos.
Comments