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Gotas en el parabrisas

  • Foto del escritor: historiasamalgama
    historiasamalgama
  • 4 abr 2019
  • 9 Min. de lectura

Por: Juan Carlos Pino Correa



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Era inexplicable que ahora estuviera ahí, contándole todo a él, sin detenerse a recordar cómo soltó la primera frase de aquella intimidad, cual si fuera la primera gota de una fuente indomable. Le había dicho que el sexo la tenía sin cuidado, que ni siquiera le llamaba la atención, que acaso nunca lo había disfrutado. Él la escuchó con prudencia y apagó el equipo donde sonaba en ese instante una canción en las voces de Alex Ubago y Amaia Montero. Aquel gesto hacia el silencio musical era como una señal de desistimiento, como insinuar «hasta aquí llegó yo porque ya no podré tocarte sin saber si te hago daño». Eso creyó ella, y una sombra acentuó entonces su tristeza. Un vehículo pasó despacio junto al vehículo donde conversaban y luego se detuvo e hizo sonar la bocina con insistencia hasta que alguien salió de una casa y abordó la silla posterior. Después de que aquel automóvil partió, la calle quedó vacía y se incubó un largo silencio.


También había un largo silencio la otra noche y también las calles estaban vacías. Ella entonaba mentalmente una canción, desprevenida, ajena a los riesgos del mundo y a las demencias y las miserias de los hombres. ¿Cuál canción era? Ya no le importaba aunque le inquietó no saberlo. Pero estaba claro que no era la misma que acababa de apagarse en el equipo de sonido del auto porque para entonces no existían esos acordes. Y estaba segura también de que no entonaba alguna melodía de The Beatles como solía hacerlo en ese regreso para memorizar palabras y pronunciaciones de aquel idioma que la seducía. Acaso aquella música era la nada, la bruma de la desmemoria.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —dijo él. Su ceño se había fruncido un poco y en el rostro aparecía un rictus de leve dolor.

—No lo sé. Tal vez por lo que no hemos sido —contestó ella.

—Sí, nunca hemos sido nada —murmuró él, con una voz que se apagaba lenta pero que no dejaba de ser cariñosa.


Ella recordó de nuevo el dolor. Y recordó los dolores de otros tiempos: la muerte de su padre el primer día de un año que se sabía trágico, la ruptura de su matrimonio, la soledad de entonces, los insistentes llamados de su hijo al padre que estaba lejos y que nunca más iba a estar. Del mismo modo, le dolía esta soledad de ahora que no se mitigaba ni siquiera con aquella compañía casual, con aquella confesión imprevista. ¿Por qué habría de mitigarse si el corazón otra vez se deshace con cada palabra que evoca las tristezas vividas? Y de tristezas ella sí que sabía.


Sin embargo no iba triste aquella noche. Iba tranquila en su tarareo de vuelta de la universidad y anhelando el calor de su cuarto. Allí, afuera, hacía un frío más intenso de lo normal y por eso subió hasta el cuello el cierre de su chaqueta. Casi por instinto miró hacia atrás por encima de los tejados y pensó en el hielo del volcán despejado, aunque ni con luna llena y cielo libre lo habría podido ver. La luna existiría en este instante para otros. Para ella, esta noche, y aunque aún no lo supiera, el mundo sólo sería oscuridad.

—Pero mira que hemos vuelto a encontrarnos —afirmó ella justificándose, casi como para sí misma—. La vida suele dar muchas vueltas.

—Sí, aunque eso no implica que perdamos el control de las cosas que nos incumben —respondió él.


Diagonal a la casa, alguien se asomaba tímidamente tras un visillo y el hombre, con una sonrisa malévola, accionó un control y las luces se encendieron unos segundos dejando al descubierto el rostro encandilado de la mujer curiosa. Adentro, los dos rieron. Parecía por un momento que todo volvería a ser como al principio, una especie de coqueteo que auguraba un buen final, y por eso fue ella quien intentó en vano encender de nuevo el radio. Él notó su contrariedad y la ayudó, pero ante lo escuchado bajó casi todo el volumen dejando que del equipo aleteara solamente una luz color cielo.

—Ese comercial es estúpido —dijo.

Ella asintió en silencio.


Otra vez el silencio. Y el frío. La calle se había puesto más oscura y, más allá, después del puente, se ensanchaba a ambos lados. A la izquierda había un parque cuyo nombre no recordaba y que ahora se veía como un descampado propicio para temeridades. Las dos manzanas de la derecha eran construcciones que de tan viejas y descuidadas semejaban, a la exigua luz de los focos amarillentos, un escenario de cinematografía hecho apenas para apariciones tenebrosas. Ella lo notó y el fin de la melodía fue pensar en algunas de las cosas deleznables de su vida, apariciones también. El amor, incluso. Ya no recordaba dónde había sido su primer beso ni quién le hizo descubrir que el corazón podía trepidar de otra manera. Pero eso no importaba ya, como no importaba tampoco el universo que podía construirse o diluirse, en la noche o en el día, en aquella otra callejuela ancha que escindía las dos viejas construcciones y desembocaba en tal negrura que era inevitable pensar en una puerta al infierno. Se veía como una especie de avenida doble que tenía por separador una hilera de casetas deshilachadas donde nada brillaba ahora y que en las mañanas se perdía entre vehículos de muchos colores y tamaños, con placas de ciudades desconocidas, y entre el ir, venir y amontonarse de personas en permanente murmullo. Muchos sábados había estado en el corazón de aquel juego de voces, desde el día lejano de su infancia en que su madre le dijo que la acompañara a hacer mercado. Al principio la asustó el bullicio y le impactó el movimiento. Y la deslumbró el colorido de los espacios, de las personas y de las cosas. Un puesto de frutas aquí, un señor vendiendo cebolla más allá, una indígena ofreciendo quesos mientras amamantaba a su hijo, un perro merodeando debajo de la mesa de una carnicería… Pero luego se acostumbró a ello como suele suceder con todo lo que termina siendo cotidiano. Y por eso ya nada de ahí le asustaba ni la deslumbraba.

—Pero hay otras cosas más estúpidas —dijo ella, con un aire de resentimiento.

—¿Como qué?

—Como decirte confidencias sin que seamos nada.


Sobre la ciudad empezaba a lloviznar y las gotas se veían en el parabrisas como rostros diminutos y traviesos de seres sobrenaturales excluidos del paraíso. Ella pensó en la historia compartida y casi nada pudo encontrar. Lo conoció una noche haciendo fila frente al auditorio de la Facultad para entrar a ver la versión cinematográfica de Pascual Duarte, pero no hubo proyección porque en la tarde habían programado una jornada de cerveza que a las siete, hora de la función, ya era un hervidero de fiesta y bullicio. De las diez personas que iban a la película sólo los dos se quedaron por ahí, rumiando su decepción. Fue entonces cuando él la abordó sin titubeos.

—Leíste el libro, ¿cierto?

Ella dijo que sí.

—Podríamos hablar sobre él tomando una cerveza —propuso.


La mujer asintió de nuevo y enseguida salieron del claustro en silencio. En la esquina él volvió a tomar la iniciativa, lamentando lo sucedido y queriendo conocer el interés de ella por el filme. Los ruidos de la calle impidieron una conversación fluida y sólo cuando entraron en un bar antillano ella dijo que había una escena de velas y de sombras humanas sobre las paredes de una casa y quería saber si la cinta también las tendría.

—Yo no creo —dijo él.


Ella quiso preguntarle en qué creía entonces pero supuso que tal vez eso era ir demasiado lejos. No obstante no pasó mucho tiempo para olvidar la literatura y el cine y para que, a pesar de cierta timidez, hablaran con entusiasmo de otras cosas: los sueños y proyectos, el lugar donde habían nacido, la Universidad, la música cubana que sonaba, las velas encendidas en la mesa que también proyectaban sombras gigantescas en la penumbra del techo y las paredes. Antes de la medianoche salieron y él la acompañó por las calles hasta una casa de antejardín florecido. Allí, después de cerrar la puerta, la mujer cerró también los ojos y por un instante se ilusionó con el amor. Pero el hombre nunca volvió y tampoco lo encontró en otras funciones o en un sitio cualquiera de la ciudad. Hasta hoy que había aparecido como de la nada detrás de las luces de un automóvil.


En esa otra noche también había aparecido un automóvil en la esquina. Venía despacio y aun así zigzagueaba. Eso le pareció curioso. ¿Qué tanto podría reflejar un vehículo al hombre que venía adentro? Nada, al menos que en algún recorrido tambaleante se descubriera a un conductor ebrio. De repente, el carro cambió un poco de dirección y se detuvo con brusquedad, cerrándole el paso. Ella se hizo a un lado tratando de esquivarlo y cuando subió al andén las cuatro puertas se abrieron al tiempo aunque su pavor repentino sólo le dejó ver a una persona. Era un joven imberbe con el pelo cortado muy bajo en los lados y arriba enredado en cascadas oscuras y rebeldes. Sus ojos parpadeaban ansiosos pero en el fondo no decían nada, cual si estuvieran mirando hacia otros mundos. Vestía un jean muy ancho que no podía ocultar su delgadez y una camisa a cuadros hasta las rodillas.


Ella miró a todas partes y únicamente encontró la soledad de la calle, de las viejas construcciones y del parque descampado. Luego volvió de nuevo la atención al rostro del adolescente, temblando, y esas facciones se le quedaron tatuadas en ese instante, poco antes del desgarro y del dolor. Después lo vio unas cuantas veces en los estrados judiciales e, incluso, lo encontró a quemarropa en la calle, y siempre le hería la sonrisa y el cinismo que se empeñaba en mostrarle y que para ella era como un nuevo desgarramiento más allá de la piel. Todo fue así hasta que él terminó por esfumarse en la nada. La mujer lo notó porque no dudaba que aquí los rostros y los seres, aunque fantasmales, se vuelven conocidos y si alguno llega a faltar la ciudad parece evidenciarlo. Ella quería para él un destino y un dolor distintos de esta ausencia así, hasta que supo que todo fue más trágico y doloroso. ¿O acaso sería un anhelo?


Esta noche el recuerdo del adolescente le llegó de improviso en las luces de aquel automóvil que se detuvo enfrente del hospital clausurado. Ella se orilló en el andén, como antaño, y enseguida escuchó su nombre en una voz que parecía desconocida pero sonaba segura y cálida.

—¿Qué haces por aquí? ¿No es peligroso? —preguntó alguien, después de bajar el vidrio.

La mujer se quedó mirando al hombre y no tardó mucho en reconocerlo a pesar del extravío de su nombre en los laberintos de la memoria.

—Tal vez —respondió ella.

—Ven te acerco a la casa —propuso él.

—Ya casi llego. Me mudé hace años.


Era cierto. En la casa con antejardín cercana al centro aún vivía la madre pero ella se mudó apenas pasada su boda a una casa pequeña que los recién casados compraron a plazos y en la que invirtieron los ahorros que tenían. Se habían conocido en el instituto bilingüe donde trabajaban como docentes, y el coqueteo en otro idioma fue una aventura fascinante a la cual ambos cedieron. Tal vez allí encontró la felicidad, aunque sólo fuera fugaz, como un sueño, como otra aparición espectral. Luego vino un niño y con él las rutinas, los desamores y los desencuentros. Y las infidelidades que ella no estaba dispuesta a soportar. Y entonces descubrió que jamás se sintió plena en aquellos tiempos, pero sólo ahora, inexplicablemente, se lo confesaba a alguien. A un semidesconocido en un encuentro casual.

—No importa. Es una buena excusa para conversar un rato.

«Si él hubiera regresado después de la noche de la función fallida, acaso todo sería diferente», pensó ella. «Si hubiera regresado». No obstante había olvidado a este hombre más que al adolescente que le dejó el dolor y la insatisfacción como huellas indelebles. Y el miedo. Y ahora aparecía otra vez de la nada. Aun así, y sin dudarlo, abordó el auto y ya adentro lo miró con extrañamiento.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó él.

—¡Sí, claro! ¿Qué hay de tu vida?

—Ahí. ¿Y tú?


La mujer pensó en lo absurdo de la respuesta y en la cercanía que entrañaba porque parecía dirigida a alguien que se conocía desde siempre.

—Bien, aunque sorprendida —contestó ella—. Te apareces de la nada después de años.

—Tienes razón —sonrió él—. Así suelen ser a veces las cosas.

—Sí, lamentablemente —dijo ella.


Luego el carro arrancó y pronto estuvo frente a la casa. Otra vez indagar por «lo que haces ahora», por «lo que piensas», como al principio. De nuevo los sueños, los proyectos, el recuerdo de las velas y las sombras. Y entretanto una sonrisa, una palabra coqueta, algún galanteo. El espectro del amor. Hasta que, sin saber por qué, ella abrió con una frase aquella fuente indomable, aquel volcán en erupción. Él la escuchó con prudencia y apagó el radio.

Más tarde, empezó a lloviznar sobre la ciudad.

—Tal vez el tiempo y la distancia hayan hecho que seamos más de lo que una vez soñamos —murmuró él.


Ella sonrió con tanta ironía que no parecía risa sino un gesto de reproche.

—If you were not a gosthly apparition, you could be the love.

Ahora sonrió con una risa pícara y en sus mejillas, si no hubiera penumbra, podría el hombre haber descubierto un sonrojo.

—¿Qué?

—Nada, nada —se apresuró a decir ella.


Luego otra vez el silencio y enseguida una lluvia inclemente que tornaba mucho más triste y desolada la calle. Las gotas del parabrisas se convirtieron en ríos de múltiples bifurcaciones y una música sostenida y monótona los envolvió desde afuera.

—Ya me voy —dijo él—. Empieza a hacer frío.

—Está bien —contestó ella, y sonrió.


Un automóvil se estacionó detrás un momento y la mujer notó que las luces aparecieron tras la bruma del parabrisas posterior como dos ojos fantasmales que los vigilaban con malicia. Pero no lo dijo. En cambio, cogió suavemente una mano del hombre y la acarició despacio, con cierta timidez.

—Espero que esta vez regreses.


Fue él quien entonces sonrió y cuando ya se apresuraba a decir algo, ella lo condenó al silencio colocándole su mano en los labios.

Sin decir adiós, la mujer bajó apurada y desde el umbral de su puerta miró la ventana de la vecina curiosa. Nadie había. Luego volvió su atención al automóvil y levantó la mano moviendo los dedos como en un juego feliz y desprevenido. Ya adentro, recostada en la puerta cerrada y a pesar de la lluvia, oyó encenderse el motor y diluirse su sonido en la esquina. Entonces cerró los ojos y por un instante se ilusionó otra vez con el amor.

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