LOS CUERPOS Y SUS LLAVES
- historiasamalgama
- 17 mar 2019
- 14 Min. de lectura
Por: Alejandro Mora
Todo sueño es un mensaje, una llamada,
un portal, un agujero de gusano,
un objeto multidimensional que tú, al interpretar,
mistificas y malgastas.
Mircea Cartarescu

Ese sonido, ese maldito sonido del ático nos tenía los oídos a punto del colapso. Nadie se atrevía a subir, ni siquiera a la luz de las lámparas, porque al asomarse en la puerta, el ruido inmediatamente hacía desaparecer su brillo. Por eso temíamos, no queríamos ser difuminados por algo que no podíamos ver.
Mi madre siempre nos hablaba, con un hilo espectral en la voz y pequeños silencios que nos confundían, sobre esa historia; la muerte de la dueña de la propiedad. Sobre ese antes que nos era ajeno y al mismo tiempo tan cercano. Sobre dos espejos que se reflejaban así mismos junto a un grito.
Habíamos intentado describir el sonido. Yo siempre lo asociaba al del golpe de una piedra con el agua. A la asfixia de la piedra y su miedo de llegar a la profundidad. Una sensación terrorífica que me visitaba en sueños y que no me dejaba sentir el placer del silencio. Irene era un poco más discreta en su descripción, solo escuchaba unas campanadas tenues, parecidas a las que se sienten cuando va a empezar la misa en un pueblo lejano. Irene, al contrario que a todos, le agradaba el sonido. Era adictivo, siempre decía que, si se concentraba en él, sentía cada vez más cerca la raíz de la campanada; la mano que la hacía sonar.
Luis, no sé si era por su mudez, era el que peor manifestaba su rechazo al sonido. Se acurrucaba a llorar entre el jardín que había en el segundo piso. Tenía ese lugar repleto de plantas carnívoras, que, según él, cuando nos escribía en su tablero, atenuaban, receptaban la intensidad del sonido. Cuando pasaba esto veíamos a las plantas tragando grandes bocanadas, como si el aire fuese carne, como si estuviese vivo el sonido y las alimentara. Las plantas ayudaban a que Luis se calmara.
Ese día la noche había descendido temprano, la acompañaba una lluvia triste, de esas que te obligan a hundir el cuerpo en varias cobijas y a admirar las venas de agua en las ventanas. Mi padre y mi madre se habían ido desde el mediodía, tenían la exhibición de algunas de las pinturas de mamá en el Museo Contemporáneo de Danubio. Ella llevaba algunos años tratando de lograr que una de sus obras entrara al museo más importante del hemisferio. El pasado sábado cuando el director del museo se comunicó con ella, el caos de su llanto incomprendido nos interrumpió el desayuno; los waffles se habían endurecido luego de los abrazos y el alboroto. Cuando había felicidad no se podía comer.
Yo, que temía las presencias mentales que traía la oscuridad, intentaba tensar mis libros en las pantorrillas para lanzarlos al vacío, pretendiendo espantar los ecos y crujidos que se adentraban en la habitación. Estos minutos traían un secreto no tan amable para mi sensibilidad; lo sentía con cada chequeada al reloj. Pese a la corazonada, intentaba ahondar un poco mi cabeza en el ritmo de las letras. Mientras leía, una tranquilidad se depositaba en mi cuerpo, como si las lagunas de mi interior se llenaran con las voces de esos libros.
Esta noche tendré que ser cautelosa con mis hermanos. La llamada es cada vez más incesante, absorbente. Me ha servido para cortarme las muñecas, para masturbarme en la terraza, para hacer un crucifijo con los bigotes del gato. Hoy es, lo siente mi corazón. Me arden los pies, no quieren esperar la indecisión de mi cabeza. Lo que haya allí es bueno, algo que no es de acá, que no he visto. Todo lo otro me asquea, el mundo sin el sonido es solo eso, una palabra hueca que se dice para aglomerar tanto vacío.
A las manos quiero verlas, he soñado con ellas, sé que me desean, las campanadas son el medio que me unen a él, a ella, a eso que las produce. Mis papás han insistido en que no suba y por eso decidieron cerrar con llave y candado la puerta. Pero hoy no están, sé dónde está la llave, los he visto guardarla. Acá le tienen miedo a lo desconocido, por eso quiero romper con los temores que cada uno le tiene a lo que está detrás de la puerta. Quizás allá esté la nada o esté todo, y ese todo quiera abrazarme.
Escuchar el sonido debe ser parecido a lo que se siente cuando se está enamorado. La taquicardia y la plenitud de la presencia te aleja por completo de la realidad y abre un espacio en tu cuerpo para que te habite. Es extraño, lo sé, pero me gusta, me excita la forma de ese amor. Al menos debe ser diferente, lo que no ves no te puede engañar, lo que ves sí. Las personas, las cosas se metamorfosean cuando así lo quieren. Lo inasible es adictivo, entra en ti, sientes su penetración tan fuerte como la de cualquier hombre.
La lluvia seguía lavando los cristales. El sueño y la tormenta en mi cerebro no eran los mejores aliados, se repelían y por eso el insomnio emergía del reflejo de la ventana. Irene estaba inquieta, subía las escaleras, las bajaba, miraba las partes oscuras que no eran observables. Luego de varias rondas, se encerró en su cuarto y sobre la soledad que estremecía la casa, escuchamos el sonido.
Estos instantes son los más perturbables e insanos de mi vida. Lo único que me queda por hacer es escribir en el centro de mis plantas porque eso ayuda a que ese ser, que no veo, que no quiero recibir, siga escarbando mis oídos. No pronunciar una palabra te obliga a encontrar en el lenguaje escrito una nueva lengua que si se pueda usar. David me ha pedido que le guarde de nuevo la llave del ático, sabe que Irene la puede usar, mamá y papá se la entregaron antes de irse. He intentado diseñar una manera de no caer en el desespero con mi jardín. El sonido ha ralentizado mi día a día, me debilita el cuerpo y la mente. Es como una luna que colorea el agua de mi sangre; su reflejo me perturba el antes de dormir. El día
está lejos, aún tengo mucho por escribir. Debo concentrarme en el papel, hundirme en su blancura para no desplomarme en el desespero que produce el paso de este otro tiempo. Sí, en la matera esconderé la llave como siempre.
En la galería de mamá que hay en casa, los rostros ya no caben entre tantas sombras. En ese cuarto no hay ventanas. Mamá solo pinta con una luz azul que parece la risa de un pitufo. El resto del día, la oscuridad revienta cuando cierra la puerta para salir. Ella dice que ese tono azul ayuda a preservar las obras del moho. Es tan cuidadosa con todo lo que respecta a su arte que a veces me dice que no mire los rostros de sus pinturas directamente a los ojos, porque con mi carácter podría perturbarlas. Yo no le hago caso, son bellísimas. Pero sospecho de mí mismo porque nunca ví las que eligieron para el Museo Danubio.
Rememoro ese, el sueño que dejó a mamá ensimismada en la miseria de un recuerdo; miseria, porque esa imagen la mantuvo a la intemperie del insomnio durante 10 días y en medio de un ritual que conectaba el lienzo con el movimiento de sus manos. Ella, era la palabra que más repetía, mientras observaba un punto en la nada que la ayudaba a concentrarse. Miseria, porque antes todo su arte había sido feliz. Bueno al menos así lo veía yo.
Mira David, no he visto nada en la vida como eso. No sabría distinguir si fue un sueño o estaba despierta y los ojos se me fueron. Yo estaba con tu papá, recuerdo perfectamente que él si estaba dormido porque el bigote se le agitaba cuando respiraba. Habíamos llegado de la casa de tus tíos y decidimos descansar un poco. Ella, esa cosa que llegó abriéndose desde el aire me estaba mirando, pero no con esa mirada que se desvanece al instante. Había dos de ellas, una que me miraba de dentro hacia afuera y otra de afuera hacia adentro. Yo estaba dividida, como una pantalla en dos. Sus ojos eran de un fuego de muchos colores que danzaba hasta mi cara. Hubo un momento en el que ella me empezó a hablar sin decir una sola palabra porque se había conectado conmigo mentalmente. Me habló con sus ojos de su sufrimiento, de su muerte, del caos físico que le provocó su esposo. Ella había recibido durante años al dolor como un estigma, una cicatriz que se rasgaba en su espíritu como una oruga que no se quiere convertir en mariposa. Bueno, David, la historia es mucho más larga, ya me estoy poniendo dramática en la narración, lo importante es lo que vino después amor. Mis manos no volvieron a ser las mismas, parecía como si tuvieran memoria propia. Con decirte que un día en la cocina se movieron solas y empezaron a dibujar contornos en el aire. Ese impulso me acompañaba en cada tarea, hasta que un día le hice caso. No sé cuántos días duré encerrada en el estudio, yo no comía, o bueno solo comía lo que tu hermano me llevaba; leche y maní. No tenía tiempo, debía digerir con rapidez. David, la dibujé hijo, estaba viva ahí en el lienzo. La misma de la visión, ahora si se había hecho real.
Lo que vino después se hizo muy grande ante mí. Siempre había pensado en eso que decía mamá: “Está viva en el lienzo”, “se había hecho real” mierda, ¿Qué quería decir con eso? ¿Por qué escondía el dibujo en el estudio? No sé,
no sé, quizás a veces hay que olvidar preguntas y formularse más respuestas. A veces hay que levantar las señales y ubicarlas en un mapa mental.
Ada, ¿Sabes?, estoy preocupado por los niños, creo que hemos llevado esto muy lejos. ¿Por cuánto tiempo dejaremos que esa parte de la casa siga rondando sus cabezas? Yo les creo. Si, lo sé, nunca he escuchado ese sonido, pero no significa que invisibilicemos sus palabras. Si, también lo sé, tu tampoco lo has escuchado, te has quedado ahí, callada, ensimismada, con tu imaginación flotando en el aire. Te hablo de eso en este preciso momento porque tengo un mal vértigo, un mal presentimiento en la parte trasera del cuello. Ada, algo ha descendido a mi piel. Y si los llamamos, David debe estar despierto...... No, no, vamos que ya va a empezar el evento. Yo le dije a papá que cuando llegara de su viaje, fuese a la casa y se quedara con ellos ¡Vamos!
Irene se ha quedado estupefacta en medio de la escalera. No se mueve, está desplomada de frente, parece crucificada en los escalones. Intento levantarla, le hablo, pero está clavada a la madera con algo que no puedo ver. El gato junto a mi está erizado y recorre un metro cuadrado de su espacio con actitud de ataque. Es una escena extraña. La puerta del cuarto de Irene a mis espaldas está raída, entre abierta, se mece con una suavidad casi imperceptible. Cuando volteo a ver a mi hermana, una sombra le gana en velocidad a mi mirada; la atrapa, ya no está, se ha diluido, se ha ido, solo ha quedado la huella de su perfume en el aire. Bajo al primero piso, intento abrir la puerta del cuarto de Luis, pero está cerrada con llave. Es inútil, debe estar dormido, nunca va a escuchar. Esto es penoso, es como si hubiese querido que esto pasara, no sé para qué fui donde Luis sí sé que en las noches se encierra. Me he servido un vaso de leche y me he quedado mirando esa porcelana que me regaló mi tío en mi cumpleaños. La risa de ese muñeco ahora está en mi cara. No sé si lo que siento es mío; es placer direccionado directamente a mi conciencia.
Este viaje se ha tornado decadente. Las estrellas se han ido al entrar en la ciudad. Esa desagradable nube de luces naranjas está diseñada para evitar que gire mi cuello hacia arriba. En la carretera bastaba con ver el espejo retrovisor para encontrar a Orión y saber que me estaba alejando de sus parpadeantes ojos. Esa sensación me estaba trayendo una agradable nostalgia. Alejarse es a veces también reencontrar el camino.
Hace 6 meses no veo a mis nietos. A Luis la última vez le regalé una máquina de escribir con una fotografía dentro de una Venus Atrapamoscas que me acompañó durante varios años. Lo hice porque me contó sobre el nacimiento de un miedo que se estaba apoderando de la casa. Luis me decía que el miedo se parecía a las patitas de varios insectos reptando por sus oídos en algunas horas de la noche. Claro, que mejor manera de atrapar aquel sonido que tecleando sobre la planta carnívora algunas trampas en el aire. Le aconsejé que escribiera pensando en formas de captura y también que construyera un hábitat verde para aumentar su seguridad.
Estoy a tan solo una cuadra de la casa, es tarde y no quiero despertarlos. Mi hija me ha llamado hace un momento para indicarme que ha dejado la llave de entrada bajo un cencerro junto a un camioncito de cemento que está en el jardín. La noche a veces es más fría en la ciudad por tanto artificio estructural con el que te encuentras y por todas esas sensaciones extrañas que te usurpan cuando ves a un solitario desandando las calles. He llegado, veo la luz prendida en la sala, alguno de ellos o todos deben estar despiertos, les he traído algunas frutas que he recogido de la finca. Veré si los puedo sorprender.
He despertado en la poltrona del estudio de mamá. Es como si me hubiesen puesto voluntariamente allí por alguna razón. Mis piernas se parecen al hechizo que se esconde en el fuego, me arden y las chispas parecen brincar bajo la piel. Apenas he oído las campanadas en mi cuarto me he desmayado inexplicablemente. Tengo marcas de algunos dedales a la altura de mis muslos y cuando me los intento tocar se hunden más en la piel. Antes de esto, quería venir a este lugar, pero no había podido entrar, algo me ha traído, mi cuerpo no recuerda su camino.
He oído un susurro, lo busco. La noche aquí adentro es diferente a la del exterior, es más pesada y secreta. Giro la cabeza, y solo me encuentro de frente contra el olor dulce del óleo. El susurro se hace más fuerte, más cercano. De ese rincón que ya había chequeado con los ojos veo que empieza a nacer una figura; es el espejo de mamá que usa para los retratos, está algo manchado de pequeñas nubes de colores y detrás de ellas veo el reflejo de un cuadro, no se ve muy bien, está difuso, oscuro. Intento levantarme, pero al mismo tiempo no quiero hacerlo, estoy a la expectativa, algo falta por ver, quizás las piezas del engranaje se revelen ante mí. Me habían hablado de esa mirada. Ahora sé que la mirada es la llave.
No sé si el cuadro me ha levantado o yo lo he levantado, ahora floto, el cuadro flota en mis manos. El acceso a lo desconocido es ahora un impulso que no controlo, pero al mismo tiempo siento placer, delirio y sus formas en mi cuerpo se han estructurado perfectamente, porque ahora yo no soy la que guio manos, pies, ojos. Esta intemperie es lo que ahora soy, voy a abrir la puerta, pero antes ya le he abierto la mía al sonido.
No hay nadie en la sala, solo la vibración de la luz en los objetos. Me ha costado entrar, no recordaba que debía hacer una ligera fuerza perpendicular antes de girar la llave. Apenas he dejado las frutas en la cocina, la nariz me ha empezado a sangrar, las salpicaduras han hecho estragos en las baldosas y mis manos ahora huelen a oxido, a muerte. Mientras me lavo en el fregadero siento que una presencia se posiciona detrás mío, escucho unas patitas, y aún con la cara y las manos cubiertas de agua sangre, cuando giro, observo al gato lamiendo las salpicaduras en el suelo, frotándose contra ellas, disfrutando su contacto y quedándose echado ahí, saciado, como al terminar de comer, como al terminar de tener sexo. Termino de limpiarme y me siento en la silla más cercana, estoy cansado, aturdido, siento que he perdido litros de mi vida en un instante. Vida que ahora ha migrado a una panza y un pelaje.
Luego de quedarme dormido por algunos segundos, intento comprender lo que ha sucedido, pero el blanco nunca había sido tan puro en mi cabeza, no hay nada, ni respuesta, ni explicación, solo la debilidad de la mente temblando junto a la piel. Vuelvo a la sala, sigo las huellitas de sangre hasta los pasillos, las escaleras y finalmente hasta la entrada de la puerta del ático, ahí han desaparecido, pero en su lugar hay un pequeño charco de vomito negro. Irene viene desde el pasillo con un objeto en la mano, me alegra verla, pero ella ni se inmuta. Golpea su cuerpo contra el mío, da tres pasos más y cuelga uno de los cuadros de Feliza en la puerta de la chapa de la entrada, introduce el dedo índice de su mano derecha en el vómito, lo pasa encima de la boca del retrato, mira fijamente a sus ojos y la cerradura se abre. Estoy inerte, paralizado, no puedo moverme, quiero alejarla de ahí, pero descubro luego que Irene ya ha entrado al ático, que mis ojos no son mis ojos, que mi piel no es mi piel, que mis manos no son mis manos, que soy otra cosa con menor estatura, que estoy enterrado en la conciencia del gato mirando el cuerpo que acabo de perder caído en el suelo.
El abuelo no tiene pulso. No sabía que estaba en casa y ahora la casa lo ha rechazado por abrir la puerta... En el ático está Irene, la escucho gemir desde el interior, agudos, dulces, sus rasgados sonidos de placer son difíciles de escuchar. Se está divirtiendo con algo o quizás está detonando toda su mano en su clítoris. El teléfono del abuelo ha sonado, su ring tone es estúpido, es un mal momento, debo buscarlo entre su ropa, entrar en la intimidad del muerto; contesto:
– Gabriel, ya has llegado, ¿Cómo te fue? – ¿Papá? – ¿David?
– Suspiro –, el abuelo está muerto, Irene ha entrado al ático, ustedes
están lejos, todo va mal.
– Pero ... ¿Pero... qué pasó? ¿Y Luis?
– No lo sé papá, estaba en mi cuarto cuando escuché un golpe muy
fuerte, el abuelo estaba tirado en el pasillo. Hay sangre en toda la casa, creo que se desangró. Seguí al gato porque estaba lamiendo las baldosas, me pareció muy extraño, cuando llegamos al final de la veta, el abuelo estaba envuelto en su propia laguna. Luis no sé, debe estar en su cuarto. ¿Ya vienes? ¿Ya vienen?
– Sí, sí, ya vamos para allá. Llamaré a la policía para que llegue antes que
nosotros.
– Perfecto, espero lleguen antes del final.
No sé a qué lugar desconocido me dirijo, solo voy hacia allá porque así lo he sentido desde el principio de esta noche. En lo más profundo de mi mente ese final que ha salido de mi boca me precede, me hala hasta un borde nunca antes identificado y me espera para caer en un pozo y sus brazos. Sé que Irene ha hecho lo mismo, ha buscado llenarse de placer y las señales se han encontrado con sus pasos. Voy tras el camino que ha elegido mi hermana, quizás nos encontremos adheridos a una alteridad difusa, constante, hecha de
ideas, brazos, sueños y formas de otras conciencias, convertirnos en otro cuerpo, en ser un híbrido que no quiere reconocerse en los reflejos.
Entro al ático y una abrumadora desesperanza me penetra. La puerta se cierra detrás de mí, avanzo y siento mucho frío, los orgasmos de Irene se vuelven lejanos cada vez que doy un paso; es un eco que se está debilitando. Aquí hay un negro muy profundo que me envuelve y no me deja ni siquiera percibir el contorno de mis brazos, piernas, tronco, una oscuridad sin límites que me acerca cada vez más a un lugar nuevo. La única linterna que tengo son mis ojos, pero no alumbran, están averiados de oscuridad, soy un topo en un ambiente subterráneo.
Me adentro cada vez más en el silencio terrorífico que solo me permite escuchar los latidos del corazón, los parpadeos y la circulación de la sangre. Es extraño y paradójico porque de este lugar se desprendía ese molesto sonido, y ahora dentro de él no hay nada, solo vacío y ausencia. No sé si aquí adentro el tiempo sea el mismo de afuera, si me acerco a la guarida de la muerte, si su velo quiere marchitarse en mi cuerpo y echarme en una fosa, en un hueco que nadie ha visto, si este es el túnel del que todos hablan, y han cerrado y apagado antes de mi llegada la salida y sus luces.
Algo, alguien, un ser extraño se ha posicionado en cada uno de los filamentos nerviosos de mi espalda. Está tan fría que la ausencia de su centro, de su alma no me hace sentir miedo, está hecha de una sustancia vacía de la que solo puedo llegar a sentir tristeza. Se acerca a mi oído, su aliento es una bofetada de aire seco, como el de una tormenta de arena, me explica el lugar que está ocupando mi cuerpo en su hogar y que pronto haré parte de ella, intenta calmarme. Me dice que ahora Irene hace parte de un orgasmo infinito. Su anhelo se ha hecho realidad y que en esos dos espejos de los que hablaba mamá ya no se iban a reflejar eternamente los gritos de sus dolores, sino el placer de mi hermana. Placer que próximamente iba a convocar a otros huéspedes.
El sonido era un llamado de reemplazo que se amoldaba perfectamente a nuestras mentes con cada uno de los pensamientos de ese ser. Luis debía escribir esta historia, fue el único que encontró una defensa sobre estas ruinas y la salvación.
Ahora soy, junto al sonido, junto a la raíz del sonido, una sola música que suena en algún lugar olvidado por un dios; la geografía ininteligible de la que nunca volveré porque me he convertido en la fe que solía odiar. Este parece un sueño, pero nunca antes me había sentido tan vivo.
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