MUJERES
- historiasamalgama
- 6 ago 2019
- 2 Min. de lectura

No puedo dormir y hace calor. Me levanto después de ver todas las picaduras de mosquitos en la piel. Bajo a tomar algo de agua mientras ella me asusta, —vaya a buscar algo, su piel no está acostumbrada a esta tierra—. Me despido mientras me explica cómo llegar a la farmacia. Es temprano, los niños salen somnolientos de los portones, empiezan a transitar las motos que hacen de taxis, huele a sal, un borracho canta sobre la juma de ayer.
Llego a la pequeña farmacia, afuera la custodia una mujer anciana que mira hacia al frente, digo buenos días, pero ésta no me saluda. La farmacia también es una casa de ladrillo y contrasta las otras construcciones de madera. La mujer de adentro le pone flores a una Virgen del Carmen, se da la vuelta para saludarme como si hubiera sentido mi mirada desde el portón, no me dice nada más mientras me toca los brazos. —Les dio de comer—, sonríe mientras señala las picaduras y me pasa una pomada. —Cómprese un mosquitero, es mejor que un ventilador, se va mucho la energía—.
Ella me pregunta sobre mí, desde hace cuánto estoy en el pueblo, cuánto voy a quedarme. Respondo mientras también la interrogo y no para de hablar hasta que señalo las flores y las mira en silencio. —Son para una muchacha que trabajaba aquí, hace unas semanas la enterramos, ellos la mataron—, responde susurrando y vuelve a trabajar.
Camino de nuevo a la casa, ella me espera, vuelve a asustarme —la veo como pálida—. Después de contarle de la mujer de la farmacia me dice que era una niña, que dejó la farmacia, que se fue a trabajar limpiando una casa, que el dueño se “enamoró”, que después de que le echaron de esa casa se le hinchó la panza. Que un día, como había escuchado de otras, se fue a las orillas del río. La encontraron días después con el feto todavía dentro suyo, que no sabían quién le había regalado los medicamentos.
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