No es un monstruo lo que me habita
- historiasamalgama
- 30 may 2018
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 24 sept 2018

Se reúnen las tres deprimidas para ver qué hacer con sus vidas. Quieren escribir de lo que les da la gana y cómo les da la gana, pero no cualquier cosa: periodismo narrativo del que mejor saben hacer. Se graduaron de la universidad y pretenden ser periodistas. Pretenden porque por donde se le mire están cerradas las puertas, porque no hay trabajo sin experiencia. Se les ocurre crear un proyecto, una revista en la que escriban periodismo narrativo, del que les gusta, del que aprendieron y desaprendieron pero del que realmente quisieran vivir; una revista que sea el recibo a mostrar ante las presiones de quienes te preguntan qué querés hacer: Estudiar o trabajar? Y básicamente eso porque los demás caminos ni siquiera existen o son válidos, y una revista que les permita mantener ocupada la mente, distraer magistralmente la depresión y la ansiedad. Y se dan cuenta que se juntaron el hambre con la necesidad y que parir un proyecto creativo, para las tres al menos es la tercera guerra mundial, pero algo sale.
Lo que se siente
Editora 1: Me retuerzo, abrazo mis rodillas y trato de llorar, pero no me salen lágrimas. Hay días en que quema un poco y otros en los que solo siento vacío. Apenas aparece, aparecen también las náuseas, el dolor de cabeza, las ganas excesivas de dormir, mi cuerpo también reconoce y se enferma. Gabriel García Márquez dijo que “El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar”, y es tal vez la única razón que tengo para hablar sobre esto. Entender.
Editora 2: Recuerdo algunos años visitar una montaña rusa que estaba en mi ciudad por esos días, arriba de una atracción lo sentí, sentí por primera vez lo que ahora en las mañanas y en las noches recorre mi cuerpo, un nudo en el estómago, un vacío, que en ese entonces relacioné con miedo y con emoción, pero hoy significa lo que no me deja comer y lo que me impide dormir. A veces disminuye, pero siempre está ahí. Es un nudo en el abdomen que sube y me oprime el pecho y después se queda en mi garganta apretando en silencio las palabras que no puedo decir.
Editora 3: Pienso en la gramática que la habita y le da forma, tan pequeña, nueve letras. Una definición en el diccionario, una cátedra, una explicación científica, todo corto, todo hermético. Es un vacío que no tiene nombre ni descripción, estar al filo de una gota de sangre, o de la nada, la nada es peor.
La primera vez
Editora 1: Cuando lo pienso creo que siempre lo he sentido. Antes lo asociaba al síndrome premenstrual, a la falta de energía, las ganas constantes de llorar, al malestar físico y luego poco a poco lo racionalicé y descubrí que en realidad nada tenía que ver lo uno con lo otro. No es pasajero. En mi adolescencia me sentía incapaz de establecer relaciones con otras personas, de mostrarme cómo era. Lloraba demasiado y me sentía mal, triste. Anhelaba estar en un lugar pero al llegar ahí solo quería volver a mi cuarto y estar encerrada. Hay lugares cerrados y vacíos, así me sentía. Recuerdo también desde siempre ser insegura e indecisa. Mi madre siempre me comparó con mi hermana menor, que entraba a un almacén de ropa y tenía claro que le gustaba y que no, que quería comprarse y que no. Yo en cambio sudaba, me estresaba y no podía tomar decisiones, desde escoger que quería comer hasta que tiempo después tampoco podía escoger la carrera universitaria que quería estudiar, y hasta ahora que estoy graduada y no sé qué hacer con mi vida. Esas puede decirse que eran decisiones trascendentales y que siempre tuve el apoyo y la libertad de escoger entre las opciones la que yo quisiera, pero entre esas decisiones estaban otras que ni siquiera lo eran. Levantarse de la cama, comer, salir de casa, bañarse, hablar con alguien de lo que sea, son casi deberes que día a día no cuestionamos en lo más mínimo. Jamás pensé que podrían volverse esfuerzos insuperables y que agotaban mi energía por completo. Sobrepensar. Pensar demasiado hasta tener la mente llena de todo y vacía de nada. El agotamiento se siente como tener mucha tensión en todo el cuerpo, como si nada se pudiera estirar y relajar, como si cada célula tuviese un tiempo muerto y estático.
Editora 3: Recuerdo que mi primer episodio fue a los 16 años, no voy a dar razones o explicaciones porque la respuesta inmediata, hasta la mía, es la de sopesar las respuestas, ponerlas en una balanza, ajusticiarlas: “No es para tanto”, “se te va a pasar”, “ponte contenta”, me lo decían ellos, me lo digo a veces yo. Tampoco le daré un nombre porque puede asustar a algunos, a muchos les incomoda acercarse a la tristeza de los otros. Como ejercicio entonces procuro sacarla inoportuno en alguna conversación; “yo la tengo, la tuve, la vivo”, la describo como enemiga, como amiga, la lloró, la narró. Algunos la ignoran, la cuestionan, otros responden como me gusta, con una respuesta parecida, con una experiencia. Y me la susurran, y les cambia la voz cuando me la cuentan, como contando un crimen, un secreto. Y entonces yo me río, hablo más fuerte y les cuento mi parte, ya no quiero tener miedo a hablar de ella, tampoco olvidarla. En la oscuridad puede volverse más gigante.
Editora 2: Tenía nueve años, estaba en primaria, recuerdo llorar, solo recuerdo llorar, ver a las niñas jugar, y yo, afuera, sin sentirme dentro de algo, sin pertenecer a ningún lugar, no sé por qué me sentía mal, solo recuerdo no estar bien, llegar a la casa, ver televisión, ir a estudiar, llegar a la casa, ver televisión, ir a estudiar, y sobre todo no lograr dormir.
La ayuda
Editora 1: Considero que buscar ayuda es más difícil de lo que parece. Después de algún tiempo de sentir que era algo con lo que no podía yo sola, hablé con varias personas y encontré el discurso de “tú puedes con todo, solo no te rindas” o el de “yo siento lo mismo que tú, pero tampoco sé qué hacer”. Al principio buscaba una receta de cocina con ingredientes y paso a paso, tal vez no para eliminarla de una vez pero al menos sentirme una pizca menos miserable, después me di cuenta que al parecer la mayoría se encuentra igual de perdida que yo. Y es que en realidad nadie puede decirme que hacer o que no, ni amigos, ni familiares tampoco el psicológo, nadie llega a conocer tan bien su depresión como el mismo que la padece y ese brote de bienestar que surge a veces de nimiedades solo lo conoce bien quien no ha sentido nada durante algún tiempo.
Editora 3: Un día cansada de la terapia tradicional, voy por recomendación a un consultorio diferente. Primero su secretaria me pregunta cómo estoy, me ofrece una aguapanela, me cuenta un poco de su vida, al final de la charla sé que no quiere que su hijo estudie psicología, “lo juzgarán por cómo se comporte” me dice antes de abrirme la puerta del consultorio, me permito reír, llevo días sin hacerlo. Adentro el médico me pasa un péndulo por el cuerpo, pone algunos cristales entre las piernas, en los brazos y arriba de la cabeza. Me dice que estoy desequilibrada energéticamente, me señala la cabeza, los genitales y el corazón. Después de semanas me permito llorar, me realiza terapia reiki por algunos minutos, me siento caliente. Me receta unas gotas, me enseña algunos ejercicios para hacer en casa, escribir en un papel y dejarlo al lado de un vaso de agua, no lo entiendo muy bien, pero me permito tener fe, es algo diferente. En la noche cuando estoy en mi cama, tampoco puedo dormir, la ansiedad me hace sudar. No puedo para de pensar, le prometí a papá que estaría mejor, sigo sin darme respuestas.
Lo que pienso para mí
Editora 3: Mamá pienso en ti, me regalaste un libro que se titula bola de agua, ¿por fin lo entendiste? Lo viste en mis ojos, sé que te enojaste y luego lloraste, porque esa eres tú, todas las cosas a la vez. Y escribo y me imagino parada a la orilla de un río, todo selvático, como en el pueblo. Y entonces me echo a nadar, y en algún punto paro, me permito flotar, todo ese silencio que necesito. En ese momento siempre llego a una conclusión, no es miedo a la muerte, es miedo a la vida. Mamá hay una razón, todavía no he podido bautizarme en sus aguas.
Editora 1: Pero te conozco y no sé hasta qué punto haces parte de mí. O si lo eres o no, o de dónde surges o porque. No es cuestión de irse o volver, es que te siento a veces más, a veces menos. Te reconozco y me desconozco. No te veo como un monstruo porque me cambiaste. No sé si para bien o para mal.
Editora 2: Tengo la puerta de mi cuarto cerrada, mi papá está en el otro extremo de la casa. Leo y al mismo tiempo veo televisión, ninguna de las dos las hago bien. Suena la puerta, mi papá se ha ido. Me siento sola, aunque no hablaba con él, aunque no nos miráramos, aunque no estuviéramos en el mismo lugar, aun así, me siento sola. Mi nudo tiene muchos nombres y demasiados recuerdos.
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