Una escalera de disparates.
- historiasamalgama
- 1 mar 2019
- 7 Min. de lectura
Por: Jacobo Santiago
Mi primer paso fue Syd Barret. Es todo lo que puedo decir para describir aquel camino que empezó a arrastrarme hacia quién sabe donde. El segundo paso fue Frank Zappa y eso ya es mucho decir.

La historia de Syd todos la conocen. Aquel vocalista, compositor y fundador del enorme Pink Floyd, que enloqueció tras la grabación del primer LP. Un risueño poeta enceguecido por la esquizofrenia que trajo estridentes aullidos de una vieja Stratocaster. Aquel mismo jovencito al que un desconocido David Bowie vería en un programa de televisión e idolatraría como si se tratase de un mesías. El tierno greñudo al que Lennon rendiría culto y consideraría su hermano, musicalmente hablando. Aquel chico oriundo de Cambridge que tras enloquecer grabó dos de los discos más siniestros pero profundos en la historia del rock: el inagotable The madcap Laughs y Barret, ambos de 1970.
Su primer LP para Pink Floyd, The piper at the gates of down de 1967, le convierte en una figura de culto para las bandas de la siguiente década y para los maniáticos melómanos que se comen las uñas en los recitales de rock. ¡Un álbum psicodélico más grande que el Sgt. Pepper and the Lonely Hearts Club Band de The Beatles en un primer intento! La misa ácida de Pink Floyd les haría dueños y amos de la escena underground de Londres y les conseguiría la grabación del segundo LP.
Fue Jugband blues su última composición dentro del grupo para el también extrañamente atormentado disco A saercefull of secrets de 1968. Tras una gira por EEUU, promocionando el primer LP, al lado de casi nadie, Hendrix & co, Syd pierde el control. El abuso de sustancias psicoactivas le desmembrana la cabeza y lo que al principio había causado una curiosa impresión en los miembros de la banda empezaba a convertirse en un verdadero fastidio. La pandilla de Roger Waters decidió llamar a un viejo conocido de la banda, un entrañable amigo de Syd, para calmar un poco las cosas. David Gilmour ingresaba a Pink Floyd para colaborar en los conciertos y componer un poco mientras Syd podría dedicarse por completo a sus nuevas canciones. Era un intento desesperado de evadir las vergonzosas escenas que ya se habían producido en actuaciones en vivo de la banda. Todo fue de tranqui por unos dias. Al cabo de unas semanas la agrupación comprendió, de golpe, que la situación era insostenible. Syd no componía nada que pudiese publicarse, se había vuelto demasiado ambiguo y sus composiciones no eran del todo comprensibles. David avanzaba vertiginosamente en la búsqueda de su propio sonido. La conclusión parecía obvia.
A Syd le conocí por un profesor que impartía literatura en el colegio y por un viejo amigo con el que intercambiaba todo lo que encontrábamos: libros, discos y hasta uno que otro dato curioso. Al escuchar a Syd supe inmediatamente que se había originado un desplazamiento dentro de mí. Algo había cambiado de lugar, no volvería a ser el mismo. Syd Barret manifestó la profunda e intempestiva presencia de la vida en mi interior y pude caminar un paso, quizá dos, hacia quién sabe qué lugar. Me había movido de mi sitio original. Empezaba a subir por una escalera llena de disparates. Mi primer paso se debía a ese chico, Roger Keith Barret, que tras enloquecer y confinarse en un sótano de su natal Cambridge, y tras varios años de ruptura con el que ahora era el mejor grupo del mundo, asistía a los estudios de grabación con la cabeza afeitada, la mirada perdida y más del otro lado que del nuestro, en 1974. Pero sus discos solistas también hacen parte del testimonio de mi propia trayectoria por la escalera, de mi propia pérdida. Vamos a ellos.
The Madcap Laughs de 1970 es algo así como una mosca empapada que baila eléctricamente sobre unas margaritas al ocaso. Tristeza infinita contenida en una enorme y sonora carcajada. Syd del otro lado nos susurra al oído, el profeta ha pagado con su vida. No volverá nunca a este lugar, rentará pisos enteros de prestigiosos hoteles londinenses para recluirse por semanas abastecido de golosinas, grabará nuevas composiciones que brotan de su mente enferma como trozos de hígado enmohecido. No podrá soportar su enfermedad mental y decidirá olvidar el mundo que le aclamará durante las siguientes décadas.
Una anécdota de Gilmour pone de manifiesto la locura intrigante del genial compositor. Reunidos para grabar el Barret, un Syd consumido por la esquizofrenia, no concluye la toma perfecta para el tema Dominoes tras varios intentos. Cansado, y un poco enfadado, Gilmour, quien en el disco lleva el rol de productor, pone la cinta de grabación al revés e indica a Syd que grabe con el disco dando vueltas en el sentido contrario. Syd graba perfectamente en una sola toma, ¡con el disco al revés! En el estudio nadie lo cree, más de diez minutos de un tensionante silencio invaden la sala de grabación y Gilmour no podrá olvidar dicho episodio ni deseándolo con todas sus fuerzas.
El segundo disco está rodeado de una tranquilidad brumosa que parece resquebrajarse con cada acorde. Aunque las siniestras composiciones han sido reemplazadas por suites que recuerdan tonadas infantiles, no son más que indescifrables gritos de auxilio contenidos en un sin fin de signos y maromas melódicas. Pero nadie te va a ayudar Syd, has visto demasiado.

Tras una temporada de reposo y sumido en el completo olvido, mientras el Dark side of the moon consolida a Pink Floyd como la mejor banda del planeta, mientras algunas nuevas leyendas le ponen como bandera por su condición de héroe perdido, mientras el heavy metal prende candela a los cráneos de las nuevas juventudes, en el medio de todo este torbellino un viejo panzón se acerca a los estudios Abbey Road para charlar con la banda del momento. Nadie en el estudio le reconoce, principalmente por la enorme barriga o porque ya no lleva su grasienta cabellera, pero sobre todo porque está completamente perdido y no es más que un bulto de carne que ni puede sostener la mirada y que ni siquiera lleva cejas. Waters rompe en llanto y convierte todo este acero gris en una ave metálica tan brillante que deja a los hombres ciegos por décadas: el gigantesco Wish you were here de 1974, dedicado en su totalidad al héroe perdido y fundador de la banda.
Syd me enseñó lo que ahora me parece obvio: convertirse en profeta tiene su precio, ascender no es un ejercicio sin consecuencias. La máquina que fabrica profetas está averiada, solo venden de a un ticket en la ventanilla y alguien ha prendido fuego al funicular que iba a llevarnos de regreso. Subamos otro escalón.
Frank Zappa representa uno de los íconos más potentes de la música del siglo XX. Su corolario es extenso: va desde Edgar Varese, compositor que le obsesionó desde pequeño, hasta las pandillas juveniles que inundaban las nubladas esquinas en Nueva York y cantaban Doo wop. Va desde Four Deuces hasta Johnny Otis, por quien se dejó el bigote. Recorre todo el blues de la costa Este hasta el country de la frontera. El panorama del bigotes es larguísimo.
Es Francesco Zappa quien dedica manifiestos explosivos a la comunidad hippie de finales de los sesenta, a la celebración del bicentenario de la independencia de los Estados Unidos de América en los setentas y a los congresistas evangélicos que inundaron el congreso norteamericano en los ochentas. En un show televisivo, un famoso presentador norteamericano bastante conservador, famoso sobre todo por su pata de palo, le dice a Zappa, con bastante sorna por cierto: supongo que este pelo largo haría de tí una mujer, ¿no, chico? Y éste responde magistralmente: supongo que tu pata de palo haría de tí una buena mesa, ¿no, chico?.
Un Bob Dylan trabadísimo, un presidente que se convierte lentamente en un vegetal, la hija de un congresista norteamericano, una pequeña de 11 años, que se masturba en su habitación, un Elvis Presley convirtiéndose lentamente en una roca, una calabaza interpretando a un agente del FBI, un viejo bandolero a sueldo recién salido de prisión caminando por el viejo Oeste con pistoleta en mano o una montaña apocalíptica que destruye pueblos, colegios, universidades y estaciones de policía. Todo esto reúne el catálogo de las criaturas a las que Zappa, como un viejo hechicero, dio la vida y alimentó con su música como si se tratase de un elixir legendario. Frank volvió a traer los terremotos al mundo y me arrastró hacia el siguiente escalón. Me sentí ligeramente engañado: aquel desorden de los sentidos hasta alcanzar la verdad, como el de Arthur y los franceses, no me lo ofrecía, pensé, Syd de una forma tan congruente como lo hacía Zappa.
Freak out de 1966, Absolutely free de 1967 y We’re Only in It for the Money de 1969 son todo lo que la música rock había hecho hasta ese tiempo. Reúnen si no un exacto catálogo musical de aquella década, sí un bestiario muy variado en el que se recreaban toda clase de monstruos sonoros, intoxicaciones melódicas y enfermedades rítmicas que atravesaban al mundo mientras los sesentas desaparecían tras el telón. Después de esa década Zappa ha alcanzado un grado de inspiración tan enorme que sencillamente no puede dejar de componer y pone su vida entera en la creación de más de 80 LP’s, en algunos casos hasta tres por año. Desde un jazz febril hasta movimientos esquizoides de orquestas sinfónicas. Todo un festín para quien tenga los cojones de acercarse.
Defenderá, amparado por la tercera enmienda, en los tribunales, la libre expresión de la música rock en el famoso juicio de los ochentas: la audiencia del Parents Music Resource Center, que impulsada por las ramas del poder público en los Estados Unidos, se formó con el fin de censurar portadas y letras, especialmente de Heavy metal, que fuesen sexualmente explícitas.
Para algunos como George Duke, tecladista de los Mothers of invention, Zappa sigue siendo aún incomprensible en nuestra época. Su música aún dista, con holgura, de nuestra era. Steve Vai le considero su más grande maestro y sus primeras composiciones como solista están fuertemente influenciadas por el universo zappiano. Creo que una de las frases que puso en el escandaloso Freak out de 1966 puede definirle mejor: ¡El compositor de hoy en día se niega a morir! Pero hay por ahí, dentro de sus discos o en su autobiografía, otras frases bastante pertinentes si tratamos de describirle: si vuestros hijos averiguaran los débiles que son en realidad, les asesinarían mientras duermen o no soy negro pero algunas veces desearía poder decir que tampoco soy blanco.
Zappa sacudió mi mundo. Nunca imaginé que fuera posible entrelazar música experimental de lo más extraña con discursos políticos tan contundentes sin que todo se volviese aburrido y estúpido, pero Zappa lo hace bien, muy bien para ser sincero, y creo que pude dar un paso menos largo pero más profundo cuando conecté mis cables al Freak out por primera vez. Si no le ha escuchado descargue alguno de sus primeros discos y déjese atravesar por esa mortal crayola.
No sé a donde vaya la escalera. Tampoco estoy seguro del material. Podría ser solo una alfombra desarrapada o un descampado. Lo de la escalera también es un poco cristiano, ¿No?. Ascender o descender no debiese ser importante. Deberíamos preguntarnos un poco más por los calcetines empapados o los remaches de estos viejos zapatos. Aún así uno siempre termina prestándole atención a estas cosas. Por ahora esperemos el siguiente movimiento.
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